Guns N’ Roses, la exprimidora exprimida
Todo el mundo ha venido al concierto de Madrid a corear canciones, Axl Rose lo sabe y por eso las canta todas exactamente igual que en el disco.
Lo que todo el mundo quiere saber es si va a ser lo mismo. Para eso se han juntado 35.000 personas en un terraplén con olor a muerto viviente -culpa de la estación de aguas residuales cercana al festival Download- una noche de verano de junio. ¿Sentiré lo mismo? se pregunta una señora cincuentona con camiseta de Appetite for Destruction, un treintañero con tatuaje de la mítica gira estadounidense de 1988 e incluso un veinteañero que confunde “Coma” de Use your Illusion con un tema de Chinese Democracy. De eso se trata, de sentir lo mismo que entonces.
Por eso, la vuelta de Guns N' Roses tiene más de desafío que de acto nostálgico, y así se presenta la banda, con un set de tres horas y pico. Si vas a volver, que sea en modo apisonadora, para no dejar dudas o seres pluricelulares vivos. Eso sí, a nadie se le escapa que se trata de la misma gira, Not in this lifetime, y prácticamente el mismo set que el año anterior, cuando llenaron el Vicente Calderón.
Lo que todo el mundo quiere saber es si va a ser igual que siempre, así que vamos con lo que permanece: los solos de guitarra de Slash, el bajo impecable de Duff McKagan, y Axl Rose en su más absoluta mismidad. Los tres son los únicos de la banda original, y es en lo que se centra un espectáculo cargadísimo de fuego, chispas y audiovisuales que inciden en las señas de identidad de la banda. A saber: chicas, calaveras y balas. Hay alguna concesión con imágenes de serpientes pero en lo esencial, Guns N'Roses sigue siendo un grupo muy dado a la literalidad.
Lo que todo el mundo quiere saber es qué va a ser diferente, así que vamos, sin anestesia, con las cosas que un fan de los noventa no creería ver jamás en un concierto de Guns N' Roses: una mujer en el escenario (la estupenda Melissa Reese), una versión de Pink Floyd (Wish you were here), y a Axl Rose algo falto de oxígeno.
Una vez pasado el shock de lo que no permanece, el público absolutamente transgeneracional -hay incluso bebés vestidos con camisetas de Use your Illusion I y II-, se funde en el disfrute de la banda, que lo apuesta todo a la épica y, no nos engañemos, a un enorme karaoke de sus grandes éxitos sin apenas concesiones. Desfilan casi todos los temas de Appetite for Destruction: Mr Brownstone, Welcome to the Jungle e incluso Rocket Queen. Aquí todo el mundo ha venido a corear canciones, Axl Rose lo sabe y por eso las canta todas exactamente igual que en el disco: desde el inicio con It's so Easy, a Sweet Child o'Mine, quizás uno de los mejores momentos del set, no hay un gorgorito o una guturalidad fuera de ritmo, lo que permite a las familias seguir acompasadamente el show.
No es el caso del propio Rose, al que ya vemos en Double Talking Jive -la quinta canción- coger aire como un pez boqueante. Rose, de buen registro vocal, sale menos airoso que el año pasado por las mismas fechas y obliga a que el dilatadísimo set se espacie con solos de guitarra reconocibles hasta como hilo de ascensor -Slash versionando El Padrino, Slash versionando Wish you were here-, y a la intervención de Duff McKagan, que no solamente ha hecho un pacto con el diablo sino que a ratos tiene un aire a David Bowie, si David Bowie estuviera vivo y se planteara tocar en Guns N' Roses. El músculo de la banda recae sobre ellos dos, que no abandonan el escenario en ningún momento.
El público es entusiasta y se crece con Paradise City, agradece Black Hole Sun, de Soundgarden, e incluso aguanta estoicamente Coma, la traslación de nueve minutos del cerebro paranoide de Rose. Y todo para corear baladas y temas épicos de adolescencia, los mismos que la última vez, pero ya sin la novedad. Quizás por eso falla la energía, y a partir de la segunda hora apenas hay manos en alto. Aún así, Guns N' Roses mantienen en pie a los suyos. Si la última vez fue dignamente, esta vez ya con cierta sensación de momento exprimido. Pero ahí siguen.
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