Mundiales
Entre todo lo grande que me ha dado el periodismo, no me ha faltado siquiera la experiencia de cubrir tres campeonatos de fútbol
Entre todo lo grande que me ha dado el periodismo (la profesión más divertida e interesante del mundo), no me ha faltado siquiera la experiencia de cubrir tres mundiales de fútbol. La primera ocasión fue en 1978 en Argentina y lo chocante fue que la publicación donde enviaba las crónicas era nada menos que Cuadernos para el diálogo. ¿Una institución tan erudita gastando dinero en un género tan populachero? Al final, sin embargo, se produjo un amoroso enlace: conocí a una linda porteña nada más llegar y tras la estancia de 30 días ella quiso regalarme un diccionario castellano/lunfardo y yo, en significativa evocación, la compensé con la novela de Manuel Puig, The Buenos Aires affaire.
El siguiente mundial en el que me vi implicado como periodista fue el que se celebró en España, en 1982. Y fue el menos interesante. Las exageradas expectativas españolas se frustraron enseguida. Italia-Alemania (3-1) fue el partido de clausura en Madrid. Pero nada importante y de otro género reseñar.
Muy diferente fue el torneo de 1994 en Estados Unidos donde viajamos de San Francisco a Boston, llegamos hasta cuartos de final, nuestra medida más alta, y yo conocí a Gregory Peck.
Que fuera tan apasionado del fútbol explica, en parte, que pusiera tanto empeño en vivirlo, como un polizón, entre mundiales. Pero había otro motivos que dieron satisfacción a esta mixtura. Disfrutaba entonces el éxito de El fútbol. Mitos, ritos y símbolos, que publicó en 1980 la muy culta Alianza Editorial, bajo la dirección del no menos culto Javier Pradera. Con esto se cierra el círculo. Un periodista ajeno a cubrir encuentros de fútbol y convertido en pionero de un vínculo contranatura.
Durante unos años todas las invitaciones importantes que recibí para pronunciar conferencias en América Latina fueron referidas al fútbol. Pero entre todos aquello viajes, mi recuerdo más conmovedor se produjo en Venezuela. Di una conferencia en la Universidad de Caracas y al finalizar, formando parte de la cola pidiendo una dedicatoria apareció un personaje que me presentó el libro encuadernado en piel y con los cantos dorados. Me dijo: “Este es ahora mi libro de cabecera”.
La primera edición se había agotado pronto y no hubo reimpresión por problemas en la editora. Varias veces en los noventa y en 2000 he tenido proposiciones para relanzarlo. Pero, ¿qué mayor broche que el de mi amigo caraqueño? ¿Qué mejor anillo entre fútbol y nuestra supuesta alta cultura?
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