¿Se acuerdan de la crisis?
'Islandia', de Llüisa Cunillé, es una obra incómoda que nos recuerda que aquello que pasó puede volver a pasar
Hipotecas subprime. Capital riesgo. Merrill Lynch. Lehman Brothers. Viernes negro en la Bolsa. Lunes negro en la Bolsa. Activos tóxicos. Desaceleración. Burbuja inmobiliaria. Desahucios. Rescate bancario. Paro. Inyección de capital. Desahucios. Paro. ¿Se acuerdan ustedes de cuando estas palabras ocupaban las portadas de los periódicos y corrían de boca en boca como si todos hubiéramos estudiado un máster en finanzas? Hace apenas diez años, pero parece que hablamos de un tiempo lejano. Un mal sueño que nadie quiere recordar.
Mal hecho. Islandia, obra de la dramaturga catalana Lluïsa Cunillé, nos invita a hacer un viaje a ese pasado. Un viaje incómodo, fatigoso, sin concesiones: no hay lugar para el turismo ni el entretenimiento. No les voy a mentir, este no es un texto fácil, requiere atención y le sobran algunos momentos discursivos, pero es un texto necesario: nos traslada justo al instante posterior al batacazo, ese momento de confusión en el que uno todavía no sabe lo que ha pasado ni por qué. Y nos recuerda desde la primera escena, con un bucle temporal fantástico, que aquello que pasó puede volver a pasar.
La obra se plantea en verdad como un viaje: el de un chico de 15 años que vuela de Islandia a Nueva York en los años más duros de la depresión económica. En la ciudad americana conocerá a una serie de personajes marginales, los más castigados por la crisis, que transformarán su ingenuidad en desazón. Se echa en falta ese tránsito en la interpretación del actor que encarna el papel del chico (el joven Abel Rodríguez): su trabajo resulta demasiado plano, no hay metamorfosis.
Islandia
Texto: Lluïsa Cunillé. Dirección: Xavier Albertí. Reparto: Joan Anguera, Lurdes Barba, Paula Blanco, Juan Codina, Oriol Genís, Jordi Oriol, Albert Pérez, Albert Prat, Lucía Quintana y Abel Rodríguez. Escenografía: Max Glaenzel. Iluminación: Ignasi Camprodon. Vestuario: María Araujo. Sonido: Lucas Ariel Vallejo. Producción del Teatre Nacional de Catalunya. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 1 de julio.
La dirección de Xavier Albertí es sutil, deja todo el protagonismo al texto, que ciertamente es poderoso tanto en los diálogos como en su estructura. Tampoco hace concesiones Albertí: no acelera el ritmo, marca los silencios —tan importantes en la escritura de Cunillé— y no fuerza emociones. Lo mejor de su puesta en escena es la atmósfera que consigue: árida y áspera, con la textura de las pesadillas. Contribuye a ello la magnífica escenografía que firma Max Glaenzel, que lo mismo evoca un aparcamiento que un callejón lleno de ratas o un túnel de metro. Todos ellos espacios subterráneos, huecos, inquietantes.
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