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Crítica | Playground
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Envileciendo el alma

En su primer largometraje de ficción, el polaco Bartosz M. Kowalski se inspira en asesinao infantil real, pero entrega una representación incapaz de aportar luz

Dos de los niños de 'Playground'.
Dos de los niños de 'Playground'.

PLAYGROUND

Dirección: Bartosz M. Kowalski.

Intérpretes: Michalina Swistun, Nicolas Przygoda, Przemyslaw Balinski, Patryk Swiderski.

Género: drama. Polonia, 2016.

Duración: 82 minutos.

El 12 de febrero de 1993 Jon Venables y Robert Thompson, de diez años de edad, aprovecharon un descuido de la madre de James Patrick Bulger, de dos años, para llevárselo de un centro comercial. Dos días después, el cuerpo mutilado del pequeño fue hallado en una vía ferroviaria situada a cuatro kilómetros del lugar. En mayo de 1994, la galería Whitechapel de Londres exponía dos lienzos de gran formato que reproducían, respectivamente, una toma de la cámara de seguridad del centro comercial en la que se apreciaba a uno de los asesinos llevando de la mano a su víctima y una fotografía del lugar del crimen. La polémica en torno a las obras fue especialmente encarnizada: para el artista, Jamie Wagg, su trabajo era un memorial por la muerte de un inocente; para los padres de la víctima, un inmoral intento de sacar dinero de una tragedia. Cada uno de esos trabajos se vendía por el equivalente a 2.547 euros. Desde entonces, la familia de Bulger no ha desfallecido en su personal cruzada contra todo eco del crimen en el ámbito de la cultura popular, ya fuera el discurso en liza un videojuego o un episodio televisivo.

En su primer largometraje de ficción, el polaco Bartosz M. Kowalski se inspira en el caso, reubicándolo geográficamente y añadiendo algunos desvíos narrativos que funcionan como falsas pistas –la historia de la niña enamorada- o como plus de morbosidad –las agresiones de uno de los protagonistas a su padre discapacitado- para culminar con una representación, en tiempo real y en alejado plano general, de lo irrepresentable. Que Kowalski tiene talento es innegable –esos primeros planos, tensos y enfebrecidos, que presentan a los personajes-, como lo es que la estrategia formal de su desenlace resulta tan agresiva para el espectador como cómoda para él, que se evita cualquier tipo de articulación dramática. Lo que resulta más debatible, o más bien inútil, es preguntarse por la ética y el sentido del discurso más allá de los gastados tópicos sobre la banalidad del Mal. Una representación incapaz de aportar luz o formular preguntas sólo envilece.

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