La pianista digital
Los tacones kilométricos de Yuja Wang la obligan a realizar extraños escorzos para poder manejar los pedales, lo que hace con profusión y no siempre buen tino
Cierra Yuja Wang una trilogía de recitales pianísticos excepcionales en Madrid este mes. Primero, y ante todo, el milagro irrepetible obrado por Radu Lupu el pasado día 8; después, asistir al prodigio de ver tocar el piano a Menahem Pressler como aún puede hacerlo a sus 94 años el viejo león; ahora, en contraste con estos dos veteranos, la juventud explosiva de Yuja Wang, un volcán en erupción casi ininterrumpida. Por sus programas los conoceréis: Lupu se circunscribió en exclusiva a obras de Franz Schubert; Pressler formó dos parejas perfectamente naturales: Mozart-Schumann y Chopin-Debussy; la pianista china, en cambio, se ha decantado por piezas breves de tres pianistas-compositores rusos que vivieron a caballo entre los siglos XIX y XX y que representaron en su momento la incipiente vanguardia (Scriabin), la tradición (Rajmáninov) y la confluencia de modernidad y clasicismo (Prokófiev). Con el añadido de tres estudios aislados de György Ligeti, un vanguardista a ultranza. En la elección de obras (y de las posteriores propinas: una, dos y seis, respectivamente) resultan patentes, para quien quiera verlas, las intenciones últimas de todos ellos.
Si Lupu salía al escenario a duras penas, arrastrando los pies, y Pressler necesitaba ayuda para llegar hasta el piano, Yuja Wang hace su aparición con brío y determinación, casi a la carrera, dispuesta a comerse el mundo y a llevarse por delante cuanto se interponga en su camino. Nada parece arredrarla, a pesar de que el repertorio que tiene ante sí está erizado de dificultades casi a cada paso. Con su cuerpo menudísimo, sus dedos empiezan a producir un torrente de notas, incansablemente. Pero en el primer Preludio de Rajmáninov (op. 23 núm. 5) faltan tensiones, claridad, niveles dinámicos; en el siguiente (op. 39 núm. 1), la mano izquierda no se escucha nunca como debiera; luego (op. 33 núm. 3) se añora un mayor misterio y la creación de una atmósfera más definida. Hay constantes emborronamientos en el cuarto (op. 39 núm. 4), y así sucesivamente. Una parte inusual del público, que muestra signos inequívocos de haber venido a disfrutar oiga lo que oiga y pase lo que pase, aplaude a destiempo después de cada uno de ellos, por lo que Wang decide tocar los tres últimos entrelazados.
La hermética y misteriosa Sonata núm. 10 de Skriabin fue algo mejor ya desde los primeros compases, aunque la pianista china tiende a una cierta uniformidad, a extraer del piano sonidos siempre similares, a no ahondar realmente en cada pieza. Tocó los tres Estudios de Ligeti que cerraban la primera parte con la partitura visualizada en un iPad, símbolo perfecto de un pianismo posmoderno y, nunca mejor dicho, digital, porque los dedos de Wang vuelan sobre las teclas al son de las indicaciones de la partitura (Presto possibile, Prestissimo sempre, Molto vivace), aunque ni Touches bloquées, ni Vertige ni Désordre (el mejor tocado) pasarán a la historia de la interpretación ligetiana: hace un par de semanas, Pierre-Laurent Aimard tocó la colección completa de Estudios del húngaro en el Queen Elizabeth Hall de Londres y aquello sí que fue una perfecta conjunción de virtuosismo, humor y profundidad. Pero el público no está por discernir y, cada vez más enfervorizado, se muestra rendido ante el arte virtual y un tanto desustanciado de Wang.
Obras de Rajmáninov, Skriabin, Ligeti y Prokófiev. Yuja Wang (piano). Auditorio Nacional, 22 de mayo.
En la segunda parte, como si se tratara de una gran diva operística, el traje largo morado de la primera, rico en transparencias, da paso a un minivestido dorado, tan ceñido como el anterior. Ahora sí pueden verse los tacones kilométricos de los zapatos de la pianista, que obligan a sus pies a realizar extraños escorzos para poder manejar los pedales, lo que hace con profusión y no siempre buen tino. En la Sonata núm. 8 de Prokófiev se repite el mismo esquema: un tropel de notas tocadas con impactante facilidad, excelente sentido rítmico, velocidades vertiginosas y un derroche de inagotable energía, a pesar de lo cual no logra hacernos olvidar a los más grandes en este repertorio (Emil Gilels y Sviatoslav Richter en su día, Yevgueni Kissin ahora), capaces no solo de dar las notas, sino de diferenciar unas de otras, de diversificar los ataques, de introducir hondura e intensidad en un discurso heterogéneo. Wang, aunque duela escribirlo, porque la adornan muchísimas otras virtudes, es infinitamente más superficial.
Tras acabar de tocar, cuando agradece los aplausos de manera un tanto mecánica y en apariencia poco sentida, el cuerpo de goma de Wang se escinde en dos mitades, cual contorsionista, y su cabeza desciende casi a la altura de las rodillas, y entonces, sin hacerse mucho de rogar ni mayores miramientos, empieza el carrusel de propinas. Hasta seis: un fragmento de la fantasía sobre Carmen de Vladimir Horowitz, la Canción sin palabras op. 67 núm. 2 de Mendelssohn, el Precipitato de la Sonata núm. 7 de Prokófiev, un arreglo de Giovanni Sgambati de la Danza de los espíritus bienaventurados del Orfeo ed Euridice de Gluck, la Marcha turca de Mozart transformada por Arcadi Volodos y Gretchen am Spinnrade de Schubert en la virtuosística recreación de Franz Liszt. Apenas dos semanas después, el mismo público que había asistido a la lección magistral de pureza de Radu Lupu parecía haberla olvidado, incapaz de distinguir entre esencia y oropel, entre el qué y el cómo.
Si el 17 de mayo actuaron simultáneamente Menahem Pressler y Maria João Pires en las dos salas del Auditorio Nacional, el martes volvió a repetirse la contigüidad entre el veterano pianista estadounidense (que tocaba en esta ocasión con el Cuarteto Pacifica) y la volcánica Yuja Wang, máxima representante del intérprete mediático y desaforadamente moderno que arrastra multitudes a su paso. Su último recital en Madrid ha sido un estupendo espectáculo, pero ha estado muy lejos de haber sido, también, un gran concierto.
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