Ramón Chao, lecciones de música, periodismo y vida
Fue el director de las emisiones en español de Radio France
Ramón Chao tendría que haber sido ministro de Exteriores, de Vilalba o del mundo. Con dos palabras era capaz de convencer a cualquiera de llevar a cabo un sueño. Era un seductor que iba en moto, como John Berger, de París a cualquier parte, y su destino en realidad era el centro del mundo, donde aprendió a hablar y a tocar el piano: Vilalba, Lugo, donde floreció su carácter, la tierra que amamantó a Álvaro Cunqueiro.
Ramón murió el domingo por la tarde en Barcelona, adonde había ido buscando aire para sus pulmones. Estaban con él su mujer, Felisa, y sus hijos Antoine y Manu Chao, ambos miembros de la mítica Mano Negra, de la que Antoine se desgajó para ser un periodista de la radio francesa, como su padre. Ramón Chao tenía 83 años. Le pregunté ayer a Antoine cuáles eran las asignaturas que cumplió su padre, además del periodismo, el galleguismo y la música. Él añadió, entre admiraciones: “¡Y la cuarta vocación, padre de primera!”.
Era capaz, a una edad ya avanzada, de viajar en moto, en paralelo con Manu, de París al corazón de Galicia, para hablar de sus ancestros, de las revoluciones que entendía pendientes, y de una de aquellas vocaciones: Galicia. Salió de allí en 1956, para estudiar piano en Madrid. Y música hizo que estudiaran sus hijos, con el aprovechamiento ya conocido. La vida lo llevó a Francia, y allí abrazó el periodismo como uno de sus (múltiples) tatuajes. Desarrolló una labor intensa e inteligente al frente de las emisiones en español de la radiotelevisión francesa.
En ese ámbito fue cuando se hizo cargo de lo que podríamos llamar su particular ministerio: estuvo rodeado de personalidades diversas, como José-Miguel Ullán, Severo Sarduy o Emilio Sánchez-Ortiz. Y desde esa plataforma juntó las energías latinoamericanas, que además reflejó en grandes entrevistas que fueron libros o crónicas. Vivió la vecindad plena de energía de Feliciano Fidalgo o la mucho más sosegada de Rafael Conte, y fue un espléndido corresponsal de Triunfo, la revista que hacía crónica de lo que pasaba en la capital de Europa. Leer Triunfo, entonces, era asomarse a una ventana en la que Chao siempre tenía un recuadro.
Por ahí, y por sus libros, supimos de momentos o palabras esenciales de Alejo Carpentier o de Juan Carlos Onetti. Él estaba presente cuando ocurrió la anécdota en la que el extraordinario autor uruguayo, su amigo, echado en la cama de su casa, en la avenida de América, interpeló a una productora del equipo que asistía a Chao para un documental. Arruinado su físico por la edad y porque ya era muy decadente su dentadura, Onetti le dijo a la chica: “Usted me mira porque cree que solo tengo un diente. Le advierto de que mi dentadura es perfecta, pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa”.
Su asignatura gallega. Le pregunté a Moncho Paz, joven colega suyo, cómo había mantenido ese vínculo. “Galicia y, en concreto, Vilalba, siempre estuvo presente en su obra. Hace años reconoció en una entrevista: ‘Entré a trabajar en Radio France porque hablaba gallego, pues buscaban a un locutor que se defendiese con soltura en español y portugués”. De todas esas combinaciones nació su inconfundible deje. Al fondo de ese retrogusto que los gallegos tienen por el idioma siempre tenía Chao a una especie de Cunqueiro pugnando por ganarle al español y al francés con los que se había contaminado.
Cuenta Paz, además, que ese gallego siempre vivo “aparece identificado como Reigada en El lago de Como (1983) y sigue apareciendo en libros posteriores: Un tren de hielo y fuego, Mano Negra en Colombia (1994), Un posible Onetti (1994); Prisciliano de Compostela (1999); La pasión de Carolina Otero (2001) y Porque Cuba eres tú (2005), entre otros”.
Fue gallego de tuétano, enraizado en la figura de su padre. A Paz le debo también esta cita de lo dicho por Chao hace unos meses sobre sus tareas pendientes: “Escribir unas novelas sobre el papel de la Tierra Chá [su comarca natal] en la forma de ser del gallego, llegar a tener la gracia de Cunqueiro y dar a conocer la figura de Prisciliano. Es muy importante que tengamos una referencia moral de un gallego histórico, y no de alguien que jamás pisó la tierra de Hispania y no se distinguió en nada”. Se refería, claro, a la pugna por poner a Prisciliano donde otros ponen a Santiago.
Fue un hombre generoso. Con sus hijos, ante todo, como señalaba Antoine ayer. Con ellos y con Felisa hizo un viaje a Tenerife, en 1975. Iba de vacaciones, pero consigo llevaba el magnetófono de la radio y se quería llevar una metáfora grabada de las islas. Se llevó la voz cálida de César Manrique, que luego sería el asombro de Severo Sarduy. Manu y Antoine eran niños inquietos y asombrados.
El padre se hizo años más tarde el seguidor más ferviente de su música sin muros. Su entusiasmo le permitió burlar el tiempo, y la moto, los tatuajes, la música, hicieron que aquel Chao que escribía en el Triunfo del antifranquismo se convirtiera en el más moderno de los seguidores de Mano Negra. En esa crónica familiar Felisa alentó una alegría que a él le ayudó a ser el padre de primera que fue y el amigo que tuvimos.
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