Cabaña
El taller, sea amplio y pulcro o claustrofóbico y destartalado, tiene algo de agujero escondido donde se refugia el latido de un creador
En el prólogo que redactó el escritor japonés Natsume Soseki (1867-1916) para una reedición de Pensamientos desde mi cabaña, ahora traducido en nuestra lengua (Errata Naturae), de su ancestral colega Kamo No Chomei (hacia 1154/56-1216), hace una distinción entre el autor genial, cuya obra lo contiene todo; el de talento, que no contiene nada, y el que realiza “un trabajo de pasión”, una mezcla de los dos anteriores, donde se incluiría al clásico citado, un célebre poeta que, convertido al budismo, decidió retirarse del mundo en un habitáculo minúsculo para esperar, con justo lo esencial, la llegada de la muerte.
De haber sido Kamo No Chomei un monje budista sin más, no se habría molestado en escribir un texto testimonial de su renuncia y, por tanto, su relato no podría haber sido calificado como “un trabajo de pasión”, donde refleja su amor por la naturaleza física, a la que el género humano también pertenece.
Que los artistas, sea cual sea su inclinación religiosa o pagana, necesitan apartarse del mundo para mejor representarlo, lo acredita su inmersión en ese cubículo que tradicionalmente se denominó taller, cuyo sentido no se agota en su dimensión meramente técnica. Así lo corrobora el que el taller adquiriera, en nuestra época, la denominación alternativa de estudio, que refuerza la dimensión intelectual del trabajo allí realizado.
En este sentido, dando un vertiginoso salto espacio-temporal, el pintor británico Francis Bacon (1909-1992) se pasó cambiando compulsivamente de estudio gran parte de su triunfal vida artística, hasta el punto de que su mejor biógrafo, el también británico Michael Peppiatt (1941), un reputado crítico de arte e íntimo del pintor, dedicase un ensayo monográfico titulado Francis Bacon en su estudio (Elba) a describir cuántos, cómo y dónde fueron los talleres que ocupó, así como el proverbial desaliño en el que se encontraba el ámbito donde trabajaba y vivía.
Al igual que el poeta Kamo No Chomei, que fue empequeñeciendo el tamaño de sus respectivas rupestres chozas de retiro, según su equipaje vital se mermaba, Bacon hacía lo mismo, aunque su reducción espacial iba en proporción al aumento del peculiar material que acumulaba del suelo al techo.
Evidentemente, no ha existido una regla universal para el cambio o el estilo de los talleres de artistas, si bien todos ellos aportan una imprescindible prueba de la personalidad de quienes los habitan. Hoy, por ejemplo, no es raro que sean una especie de factorías donde trabajan hasta medio centenar de ayudantes. Sean como sean, amplios y pulcros o claustrofóbicos y destartalados, todos ellos tienen algo de agujero escondido donde se refugia el latido más íntimo de un creador.
Según la clasificación Natsume Soseki, Bacon fue un “genio”, mientras que Kamo No Chomei era un “apasionado”, con lo que hay que colegir que la mayoría de los restantes “hombres de talento” no necesitan ningún estudio y pueden trabajar en cualquier parte, quizás porque no tienen nada en especial que aportar: no se han separado lo suficiente del mundo que los aplaude y se conforman con ser esfinges sin misterio, sin secretar un ápice de irreductible intimidad creativa. No precisan una peculiar cueva donde horadar el vertical pozo interior, lo cual también es un alivio.
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