La familia ya no es carca sino progre
Atacada como institución retrógrada y pacata durante el siglo XX, en las últimas décadas goza de una nueva dimensión mucho más libre
“Familia, religión, patria. Son las tres cosas que debes traicionar para conseguir el éxito”. Lo dijo el personaje del señor Burns en un discurso de motivación empresarial a los niños de Springfield en un episodio de Los Simpson. Era una parodia del capitalismo sin frenos ni normas morales, del individualismo como medio y fin, de la ambición como único eje de la vida. Paradójicamente, la propuesta amoral del señor Burns (y de American Psycho y de El lobo de Wall Street) concuerda en su punto de partida con la ética de los revolucionarios clásicos: ambos señalan la familia, la religión y la patria como lastres de un mundo pacato y opresivo que hay que destruir sin piedad para volar alto. Uno de los libros fundacionales del marxismo se titula El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels. El revolucionario barbudo y el ejecutivo con gomina tienen en común que detestan por igual la familia. Ambos se ven a sí mismos como vanguardia iconoclasta, cada cual en su estilo, y creen que la familia (dejaré la religión y la patria para otro día) es un asunto de señores conservadores y temerosos de Dios.
Esta coincidencia de criterios no es solo una casualidad curiosa, sino algo que empezó a alarmar de verdad a muchos teóricos de la izquierda a finales del siglo XX, cuando se pasó la resaca de Mayo del 68, y la caída del comunismo obligó a replantearlo todo casi desde el principio.
Fueron algunas feministas las primeras en señalar que los discursos de liberación podían ser usados como munición neoliberal. Es decir, que podían consolidar un mundo injusto e individualista, sin la menor noción de solidaridad. Al señalar la familia como fuente de todas las represiones y violencias, habían despreciado su poder de cohesión social. La familia podía ser una cárcel y una mazmorra de torturas si se concebía como una institución religiosa y autoritaria, pero podía también ser una escuela de convivencia y la semilla de un cambio social poderoso si se replanteaba desde presupuestos progresistas. Así surge, en la década de 1980, lo que luego se llamaría feminismo o ética de los cuidados, con teóricas como Sara Ruddick (Pensamiento maternal, 1989) o Carol Gilligan, creadora del concepto. Después de décadas peleando por sacar a la mujer de la cocina y la cuna, de pronto un feminismo a contracorriente les invitaba a volver a su encierro hogareño, a hacer política desde la maternidad. Había que reconquistar la familia, decían. La defensa de una institución tan importante no podía quedar en manos de obispos y señores de derechas.
Todavía hoy, aunque la corriente ha ganado mucha fuerza en los feminismos contemporáneos, encuentra resistencia en los discursos progresistas, pero ya no suena tan raro como hace un tiempo. Poco a poco, la familia va perdiendo esa carga peyorativa y se va dibujando como un espacio de resistencia. Frente a un capitalismo que sublima las ambiciones individuales y propone una mística del éxito que exige una renuncia absoluta de cualquier vocación no productiva, criar hijos puede leerse como un desafío al poder. O, al menos, como una forma de vida alternativa, con otras prioridades y otro ritmo.
Cómo se ha adaptado el macho que salía a cazar a una época que exige de él que se quede en la cueva es uno de los debates más animados
La legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo supuso en España un hito en este cambio de mentalidad, trascendiendo el debate feminista. De pronto, el movimiento gay, probablemente una de las fuerzas más hostiles al concepto de familia —y más demonizadas a su vez por sus apóstoles más rancios—, se convertía en abanderado de la misma. Lejos de destruir la idea, la reforzaron, dándole una nueva dimensión, mucho más libre. Contra lo que gritaban quienes, azuzados por ultras católicos, se oponían al cambio, la familia no se destruyó, todo lo contrario. Lo que sucedió fue que dejó de estar asociada a una ideología o a una visión del mundo conservadora. El discurso de la familia como fuente de todas las tiranías quedó más obsoleto que los partidos maoístas.
Desde entonces, el interés por la maternidad y la paternidad ha desbordado las discusiones doctrinales de los grupos más politizados, para convertirse en un debate general. Carolina del Olmo fue pionera en España con un ensayo titulado ¿Dónde está mi tribu?, en el que, desde su propia experiencia como madre, introducía para el público general algunas cuestiones clave de la ética de los cuidados. César Rendueles ha llevado al discurso izquierdista (en obras como Sociofobia o Capitalismo canalla) la necesidad de recuperar el concepto de familia. Lo progresista ya no es matar al padre ni renunciar a tener hijos. El nuevo progresismo honra al padre y aboga por tener familias numerosas en las que hay que implicarse en cuerpo y alma.
Son infinidad los libros que, desde el ensayo y la narrativa, exploran esta nueva conciencia. El gesto de Héctor, de Luigi Zoja, es un best seller internacional sobre la construcción del mito del padre y cómo ha cambiado desde la familia tradicional y autoritaria hasta la actual, mucho más democrática y dulce. Uno de los debates más animados de nuestro tiempo es el que gira en torno a cómo se ha adaptado el macho que salía a cazar mamuts a una época que exige de él que se quede en la cueva y cambie pañales. Que cuidar de los hijos no es una cuestión femenina es una de esas obviedades en la que no se deja de insistir, y ha habido quien ha hecho de su condición de padre una seña de identidad y hasta un medio de vida, como el difunto Carles Capdevila, que se hizo muy popular con sus charlas y sus libros sobre su paternidad pasional y desinhibida.
El señor Burns de Los Simpsons se ha quedado solo en su ataque iconoclasta a los pilares de la sociedad. Los nuevos revolucionarios no están dispuestos a echarse al monte. Y si lo hacen, se llevarán a sus hijos consigo y harán que la guerrilla y la insurgencia se puedan conciliar con la hora del baño y el cuento de antes de dormir.
Sergio del Molino es periodista y escritor, autor, entre otras obras, de La España vacía y La mirada de los peces.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.