El exquisito de extrarradio
Kiko Amat opta por “desaparecer” en su última novela, ‘Antes del huracán’, una monumental tragicomedia sobre la locura
No lleva Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971) un viejo milrayas de pantalón acampanado con chaqueta de un sólo botón como lo hace el pese a todo elegante protagonista de su última novela, el malogrado Curro Abad, pero no hay una sola chapa lanzando destellos en la solapa de su chaleco tejano de mangas deshilachadas porque tampoco hay ningún chaleco desde el que poder hacerlo. El nuevo Kiko viste americana y corbata, camisa negra, abrigo. Está recién afeitado. Parece otro tipo. “Contención”, dice. “Me di cuenta de que me faltaba contención”. No está hablando de sí mismo, sino de su literatura, pero, admite, una vez empezó a “borrar”, a deshacerse de “lo que sobraba” —“a veces borraba párrafos enteros, a veces sólo eran dos frases, aquellas en las que me hacía el graciosete, en las que intentaba llamar la atención, decir, ‘Eh, que soy yo, que estoy aquí’, y que luego me avergonzaban”—, su vida fue también mermando. “Me deshice de 3.000 discos, de todas mis chapas, de mi moto. Llevaba dos años en pijama, encerrado en una habitación, escribiendo. Mi familia tenía que subsistir”, argumenta.
Antes del huracán (Anagrama), su flamante, por momentos descacharrante, dolorosísimo, exquisito (de una exquisitez británica), regreso, es el resultado de toda esa contención, de ese “mirar a los ojos” a sus otras novelas y señalar todo lo que nunca le gustó de ellas —todos esos tics pop, dice, que, narrativamente hablando, “son como el viejo acné del que parece que no vas a desprenderte nunca”—, y asumir que el mejor escritor es aquel que no está. “En esta novela quería no estar”, asegura, y sin embargo, por la fuerza de lo que se cuenta, es, quizá, en la que más late su rabioso corazón de niño y chaval de extrarradio, encerrado, como está, en una ficción perfecta, que funciona en múltiples formas y tiempos —hay un pasado fatal, un presente delirante, e interludios que interpelan a un interlocutor ausente, que podría ser el propio lector, y cartas, noticias, informes psiquiátricos—, y cuyo epicentro —porque hay un terremoto— es un año, un año en la vida del tal Curro Abad: 1982.
Familia disfuncional
También hay una familia. Una familia fantiana. Es decir, una familia disfuncional en la que todo el mundo grita más de la cuenta, como gritaba el padre de Arturo Bandini en las novelas de John Fante —uno de los escritores a los que más rinde homenaje la prosa, ya por completo depurada, de Amat; el otro podría ser P. G. Woodehouse, pero también David Nobbs, su adorado Jonathan Coe, cualquier británico exquisitamente nostálgico y pretendidamente cómico—, y la locura. Porque Antes del huracán es una novela sobre la locura. “Así fue cómo nació. Pensé en escribir una historia cómica sobre la locura”, dice. De ahí el arranque, ese Curro futuro, en el manicomio de Sant Boi, charlando con su mayordomo, el fiel Plácido, a la manera en que Bertie Wooster charlaría con Jeeves, educada y encantadora pero enloquecidamente. “Es duro haber crecido en un pueblo por el que los locos campaban a sus anchas, te los encontrabas en todas partes”, recuerda, de cuando era niño, con más razón teniendo en cuenta que su madre trabajaba en el psiquiátrico: “Me había llevado con ella, y no había nada más terrorífico que caminar por aquellos pasillos, y que aquella gente se te tirara encima, y creyera que eras su hijo, su nieto, quién sabe qué”.
“Mi fuente de energía son los años ochenta”
Lo más importante de este último disparo de Kiko Amat en forma de novela es que el escritor ha identificado su fuente de energía. “Todo escritor tiene una fuente de energía, y la mía está en la infancia y la adolescencia de extrarradio, la familia de clase media baja, los años 80. Cuando escribo sobre eso, estoy vivo, y lo que escribo está también vivo, porque estoy allí, porque mi infancia fue ayer”, apunta. “Y no diré que mi infancia fue la infancia de Curro, pero su dolor es el mío. Los escritores no cicatrizamos, para crear, nos rascamos las costras. Curro no ha sufrido mis magulladuras pero tuve que rascarme las mías para darle sentido a las suyas”, añade.
“Luego apareció la infancia de Curro, y entonces apareció otra novela, mucho más honda, mucho más terrible, mucho más angustiosa”, dice. Y aquella parte del futuro se hizo aún más necesaria, porque se convirtió “en un área de descanso”, porque lo otro era “una especie de Hubert Selby Jr.”.
La pregunta que planea sobre la novela es la de por qué se rompe alguien. Y si ese alguien podría no haberse roto si las circunstancias hubieran sido otras. Hasta qué punto la genética predispone, pero la vida —la familia— condena. Y luego está la pasión, que nunca es suficiente. “Yo soy del credo de Harry Crews”, dice Amat, “lo que importa de verdad es el coraje y la rabia, una rabia primordial, una ira terrible, un desajuste muy profundo”.
Babelia
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