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Lorca, Falla y Hermenegildo Lanz

Una exposición muestra en Granada la obra del artista completo que trabajaba codo con codo con el poeta y el músico

Javier Arroyo
Piezas de la exposición 'Fulgor y castigo de Hermenegildo Lanz', en Granada.
Piezas de la exposición 'Fulgor y castigo de Hermenegildo Lanz', en Granada.Antonia Ortega Urbano

“Estimo mi independencia de artista más, mucho más, que la dependencia de un partido, cualquiera que sea… Soy Artista”. Eso escribió Hermenegildo Lanz sobre sí mismo. Un siglo después, Alejandro V. García, periodista que conoce bien la obra de Lanz, completa el autorretrato: “Artista y, a la vez, artesano de gran habilidad”. Esas dos cualidades le permitieron expresarse con una gran calidad en la infinidad de ámbitos que tocó en su vida. O mejor, en sus dos vidas, porque Hermenegildo tuvo dos vidas; la de la efervescencia artística y cultural de la Granada de Federico García Lorca, Manuel de Falla, Manuel Ángeles Ortiz o Fernando de los Ríos y, de un día para otro, la de la Granada fascista que arrasó aquel espíritu y lo acusó de casi todo tras la Guerra Civil. Esas dos etapas vitales son las que Alejandro V. García ha delimitado y mostrado con especial belleza como responsable de la exposición Fulgor y castigo de Hermenegildo Lanz que se muestra en el Palacio de los Condes de Gabia de Granada.

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Lanz llegó a Granada en 1917, con 24 años, como profesor de la Escuela de Magisterio. Se adaptó rápido a la ciudad al ingresar en lo que, apunta García, era una suerte de “cooperativa artística y creativa”. Alguien tenía una idea y el resto era convocado a colaborar. Siempre estaba Falla. Siempre estaba Lorca. Y siempre estaba Lanz. El primero, músico; el segundo, escritor y dibujante. Hermenegildo tocaba todas las disciplinas: dibujante, diseñador, escenógrafo, profesor de dibujo, cartelista, grabador… Y así, tirando unos de otros, participaban en las actividades del Ateneo de la ciudad, en la Tertulia del Rinconcillo, en la Barraca, en la puesta en marcha del concurso del cante jondo del 22 o en otros muchos proyectos.

Cuando Lanz se implicaba en un proyecto, explica García, hacía todo el recorrido. Si le encargaban escenografías, las dibujaba y luego las ponía en pie. El caso de su interés por la seda es el reflejo de su modo de trabajo: quiso aprender de sedería e hizo un curso sobre ello. Al terminarlo, se compró un montón de gusanos de seda –dice el comisario de la muestra– a los que atiborraba con hojas de morera. Los gusanos produjeron seda que hiló, tejió y estampó. El resultado es un espléndido mantón que puede verse en la muestra.

Y así, entre teatro, títeres, dibujos, diseños y carpintería pasaron los años de fulgor y alegría artística. Estaba por llegar el año 1936. Con el inicio de la Guerra Civil todo se tornó gris casi negro. “Fue excesivo. No hubo tanta gloria y reconocimiento previo que pudiera corresponder a las persecuciones y golpes que recibió entre 1926 y su muerte en 1949”, relata Alejandro V. García. Al poco del inicio de la guerra, lo suspenden de su plaza de profesor. Al tiempo, lo trasladan a Logroño a una plaza que ni existía ni nunca existiría. Viajó hasta allí para no encontrar nada. Su desazón fue grande y tras unos meses de triste deambular allí, volvió a su ciudad de acogida.

Algún tiempo después, Hermenegildo recuperó su plaza de trabajo, pero no la alegría. Las dilaciones eran continúas y no faltaron las acusaciones de comunista peligroso para alguien que era especialmente creyente y, como él decía de sí mismo, artista. “De un día para otro, cambió la mirada hacia él de muchos de sus vecinos”, cuenta García. Hacia Lanz, y “hacia los objetos que había creado”, añade. Es el caso de un cuadro de luces diseñado en 1935 para El gran teatro del mundo de Calderón de la Barca. Tras la guerra, ese mismo objeto, a ojos de los fascistas, se había convertido en una radio para comunicarse con la Unión Soviética. Entre acusación y acusación, llegó su muerte en 1949. No fue hasta 1959 cuando su hijo recibió la comunicación del juzgado de que su padre “estaba absuelto de responsabilidades políticas”. El castigo le sobrevivió una década.

El burro que descuadraba las cuentas

Despojado de casi todo tras la Guerra Civil, la hipoteca de Hermenegildo Lanz fue pagada durante mucho tiempo por Manuel de Falla mes tras mes. Y entre las posibilidades que Lanz contempló para completar su escaso sueldo como profesor fue la de vender juguetes diseñados y construidos por él mismo. De juguetería en juguetería, iba dejando sus pequeños muñecos, recogiendo los que no se vendían y cobrando lo vendido. Entre las opciones de supervivencia, Lanz se tomó en serio una de Falla de montar una pequeña compañía de teatro de títeres. Diseñó una decena de cabezas como primer paso. Luego hizo su pequeño plan de negocio. Todo se fue al traste porque el burro, imprescindible para viajar y llevar los bártulos de pueblo en pueblo, era muy caro de mantener.

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