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Tras la pista (de baile)

Este domingo llega a los quioscos, con EL PAÍS, la colección ‘Música Dance’, las canciones con las que más hemos disfrutado bailando, reunidas en doce libros-CD

Chris Martin,cantante de Cold Play, en un concierto del grupo en Madrid.
Chris Martin,cantante de Cold Play, en un concierto del grupo en Madrid. Gorka Lejarcegui

Hay una secuencia en Fiebre del sábado noche (John Badham,1977) en la que Connie, una amiga de Tony Manero, le pregunta al protagonista: “¿Eres tan bueno en la cama como en la pista de baile?”. A todos nos ha parecido alguna vez que alguien que se lo monta bien moviendo el cuerpo al compás de la música debe detener destreza en las artes amatorias.Bailar es sexy y, además, una técnica del ritual de cortejo de eficacia probada. Pero el baile es fascinante por otras razones. Es un acto social, que permite que nos sintamos parte de un grupo.Resulta tremendamente divertido y sirve de válvula de escape.Por algo adolescentes de mediomundo, al cumplir cierta edad, lo que más desean —o deseaban hasta que se generalizó la práctica del botellón— es pisar una discoteca.

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El baile ha estado presente en todas las civilizaciones, casi desde el inicio de los tiempos. Se baila en el garito de moda en Nueva York y en el poblado más perdido en la sabana africana. Ha inspirado películas, tendencias de moda y estudios científicos, como aquel de Universidad de Jyväskylä (Finlandia) de 2016, que aseguraba que los extrovertidos agitan más la cabeza y las manos y los neuróticos destacan por sus movimientos bruscos y espasmódicos.Casi toda la música se puede bailar,pero es obvio que existe música concebida expresamente para tal fin: es la música de baile.

Ya a mediados de los cincuenta los jefazos de la industria del entretenimiento se dieron cuenta de las posibilidades de la música para bailar entre la pujante generación de los jeans, las hamburguesas y los autocines. Y dado que las sacudidas del rock and roll tenían algo de lascivo, a principios de los sesenta empezaron a fabricarse en serie canciones de baile inocuas, parvularias: The twist, The loco-motion… Entonces llegó el soul y adelantó a todos por la derecha.

En su forma primitiva, el soul,con sus cadencias incendiarias y sus voces arrebatadas, recuperó el descaro sexual del baile. Cada compañía discográfica (como Stax o Motown) contaba con sus propios equipos de compositores,productores y músicos de estudio,en muchos casos auténticos artesanos del ritmo que perfeccionaron la fórmula. Y sin abandonar su frenesí, pronto se sofisticó.Como resultado, grabaciones de leyendas como Martha and The Vandellas, Otis Redding, Sam & Dave, Marvin Gaye, Solomon Burke, Fontella Bass y muchos otros se convirtieron en clásicos que caldearon el ambiente en los guateques de la época.

Hacia la mitad de los años setenta,la música de baile atrajo como un imán a muchos jóvenes que por una razón u otra se sentían desplazados. Negros, latinos y gays peregrinaban cada fin de semana a las discotecas, capillas del desenfreno donde la música no era lo único que se consumía.Las ceremonias eran oficiadas por los disc-jockeys, que no se conformaban con pinchar un disco tras otro sino que los mezclaban,de forma que cada sesión era un éxtasis sin pausa. Diseñadores,modelos, fotógrafos y demás rastreadores de la noche descubrieron estos locales y los pusieron de moda. Fue el caso, por ejemplo,de Studio 54, en Nueva York.

Aquella efervescencia generó su propia música, que se bautizó como disco. Entre sus puntales estaban Chic, Gloria Gaynor, Tavares,Barry White, Sister Sledge…Algunos, como Diana Ross (excomponente de The Supremes),venían del soul más edulcorado. Otros, como Earth, Wind & Fire, procedían del musculoso funk. Su impacto fue tal que hacia final de la década músicos de rock como Rod Stewart, la ELO o Kiss adaptaron su sonido para que tuviera cabida en las discotecas.

La popularidad de este estilo traspasó fronteras y a finales delos setenta ya se hablaba en nuestro continente del eurodisco, con ramificaciones que rozaban el límite de lo hortera (y a veces lo traspasaban), como el italodisco. En España, el estallido musical de principios de los ochenta no se entiende sin el baile; de hecho, la canción más famosa de un grupo clave de la movida madrileña como Alaska y Los Pegamoides es un tema inequívocamente discotequero: Bailando.

Desde entonces, la música de baile ha cambiado notablemente,hasta de nombre. En los ochenta se habló de dance; en los noventa,de techno; hoy, de electrónica,haciendo más hincapié en la forma que en el contenido. Su transformación ha ido íntimamente ligada al desarrollo de la tecnología.Cajas de ritmos, sintetizadores y, en la actualidad, programas informáticos, han facilitado que cualquiera pueda grabar discos.Las plataformas de streaming propician que cualquiera pueda difundirlos.

Las nuevas estrellas del pop son los DJ, que llenan recintos deportivos y firman sus propias canciones. La industria del dance ha infectado hasta el turismo: festivales en los cinco continentes atraen a mareas de aficionados a esta música, y en Ibiza (meca del género) las discotecas amplían sus negocios en forma de hoteles, restaurantes y tiendas de ropa.

Esta evolución asombrosa queda minuciosamente documentada en la colección Música Dance,que llegará a los quioscos con EL PAÍS a partir de este domingo, por 6,95 euros. Un compendio de 12 libros-CD temáticos (cubren desde el soul, el funk y la música disco hasta el trip hop, la electrónica de los noventa y el dance del siglo XXI) que reúne las mejores canciones para bailar publicadas desde los años sesenta a nuestros días y textos plagados de anécdotas que narran cómo se gestaron y cómo llegaron a formar parte de nuestras vidas. Porque eso es lo que ha ocurrido: llevamos esta música impregnada en la piel, y aunque hayamos dejado atrás nuestros años golfos, es escuchar de nuevo estas canciones y empezar a mover caderas y pies.

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