Hiel y azúcar

Un terrón de azúcar empapado en hiel. Con esta imagen evocaba Salvador Dalí, en la lejanía, el escenario de su infancia, tal y como rememoraba su hermana Anna Maria en las últimas páginas de Dalí visto por su hermana, el libro de evocaciones donde, al mismo tiempo que intentaba retener el fulgor de un paraíso perdido, la autora ajustaba cuentas con ese movimiento surrealista al que atribuía la destrucción de su Arcadia peinada por la Tramontana. En Miss Dalí, la producción más ambiciosa en la que se ha embarcado Ventura Pons en mucho tiempo, el fallecimiento del artista acciona el resorte del recuerdo: una conversación de Anna Maria con una antigua compañera de estudios irá desgranando la crónica de la progresiva conversión de un estado de plenitud en un asfixiante silencio de más de cuarenta años.

Más allá del biopic, lo que le interesa al cineasta es detallar el brote de una infección en un territorio que parece impermeable a la oscuridad: en el fondo, Miss Dalí habla del nacimiento de una tragedia en el centro mismo de una irrepetible relación a tres marcada por la luz y el afecto, la que unió a Ana Maria con su hermano y con Federico García Lorca. Tras 45 años de carrera resulta evidente que en Ventura Pons hay muchos cineastas posibles: el que se reactiva aquí es el que ya se manifestó en la extraordinaria Una merienda en Ginebra (2013). Es decir, el Pons que hubiese podido ser un excelente director de dramáticos para la BBC.

En Miss Dalí conviven los aciertos con decisiones tan temerarias como el forzado didactismo de los diálogos: siempre es un placer ver a una dama como Sian Philips, pero cuesta entender la elección de una actriz británica para encarnar la versión adulta de un personaje que la joven Eulàlia Ballart defiende con autoridad en buena parte del metraje. Lo mejor, sin duda, es el trabajo de Joan Carreras en la piel del joven Dalí antes de colocarse la máscara de la afectación, convenientemente respaldado por un José Carmona que encarna a un carismático Lorca.