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Retrato del artista ensimismado

El periodista Josep Massot accede al archivo familiar del creador para escribir una monumental biografía

Louise Bourgeois y Joan Miró, en Nueva York en 1947.
Louise Bourgeois y Joan Miró, en Nueva York en 1947.

“La pintura de Miró es el camino más corto de un misterio a otro” (Leiris). “De todos los pintores contemporáneos, Miró pasa por el más secreto” (Queneau). “Fue el hombre más misterioso, más impenetrable que he encontrado en toda mi vida” (Pierre Loeb, su marchante francés). “Lo sé todo de él y no sé nada de él” (su amigo Joan Prats)… A ese núcleo de misterio, la imagen estereotipada de Joan Miró (Barcelona, 1893 - Palma de Mallorca, 1983) suma la idea de un artista atónito, aislado, un poco intuitivo y pueril —de ahí que sea tan preferido por los niños—, que gracias a su estética dispersa, pura y astral, ocupa un lugar destacado en la pléyade de la pintura moderna.

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Los numerosos conatos de biografías que se han hecho —Jacques Dupin, Georges Raillard, Lluís Permanyer, Josep Meliá, Rosa Malet, etcétera— se estrellaron contra el muro de ladrillos del mítico laconismo del pintor, contra su extremo celo por preservar su intimidad.

El periodista Josep Massot ha logrado romper ese muro, o rodearlo, para trazar una detallada y apasionante biografía del pintor barcelonés que nace ya con el marchamo de canónica y definitiva y que hace trizas esos estereotipos. Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg) es el retrato de un artista de su tiempo sometido a las influencias de sus contemporáneos, un agente activo en el corazón de las vanguardias, que huyendo del provinciano ambiente artístico barcelonés —dominado por un novecentismo helenista y patriotero—, y tras la estela de su admirado Picasso, que ya a los 35 años era el rey de la pintura mundial, llega a París al mismo tiempo que llega Tristan Tzara. Tzara y Breton, Masson y Artaud, Leiris y Bataille, Picabia y Picasso, el libro sigue el progreso de Miró en el meollo del arte del siglo XX, y sus numerosas variaciones y excursos componen una historia de las vanguardias a través del pintor barcelonés.

Al preguntarle al autor cuánto tiempo le ha llevado escribir esta biografía, responde: “Toda la vida”. Massot conoció a Miró siendo adolescente: “Para mí, era el abuelo de mi amigo David. Era un señor encantador, y como yo era muy joven e ingenuo, saqué la errónea conclusión de que todos los artistas eran así. Yo lo veía como el conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas: siempre tenía prisa”. Su largo trato con la familia le ha dado acceso a los archivos familiares, a su correspondencia y a otras fuentes nunca hasta ahora estudiadas; incluso a la lectura de todos los libros de la biblioteca personal del artista, que es quizá la vía el acceso más directo a la psique de un hombre.

Lo que Massot mejor recuerda del pintor en la Mallorca de los años setenta era su noble generosidad, de la que da algunos ejemplos conmovedores. La vida de Miró es una historia de esfuerzo titánico por sobreponerse a sus deficiencias en busca de la plenitud y de la espiritualidad más allá de la pintura, a la que se proponía, como sostuvo repetidas veces, “asesinar”, como quien tira la escalera después de acceder a las nubes. Era un hombre dual, paciente de alguna tipología bipolar o depresiva, escindido entre un optimismo creativo y un fondo de melancolía sombría. Su infancia fue un sufrimiento permanente bajo la tutela de un padre tiránico que le gritaba cosas como: “¡Hasta el aire que respiras me pertenece!”; su juventud, la vocación de la pintura, arte para el que no estaba muy dotado. Su primera exposición, en la que cifraba altas esperanzas, le deparó mil burlas… A todas esas dificultades opuso una voluntad de acero y un estilo de vida de rigor espartano, que incluía la rutina horaria, la práctica deportiva sistemática, la alimentación cuidada (incluido el hábito de masticar muy lentamente)… Y, para mantener controlados demonios interiores a los que daba rienda suelta en el taller, la estabilidad doméstica, buscando el matrimonio, después de años de “permanente enamoramiento” con diferentes mujeres: Lola Anglada, pintora feminista, compañera suya del Cercle de Sant Lluc; con Dora Bianca, pintora polaca en París, especializada en pintar payasos del circo Medrano, modelo de dos cuadros fundamentales, Madame B y Madame K; con la independiente y deportista Pilar Tey, a la que dejó prácticamente plantada ante el altar so pretexto de una impostergable visita a Madrid para asistir a una exposición de Goya; entre muchos otros amores menores. Finalmente la hermana y la madre del artista tomaron cartas en el asunto y le presentaron a la que sería su esposa: Pilar Juncosa, a la que él describirá como “la chica más hermosa y más dulce del mundo y sin mácula de intelectualidad”. Así se declaró el pintor:

—Pilar ¿te sabría mal que te quisiera?

Y así consintió ella:

—Peor me sabría que no me quisieras.

Cada vez que se sentía estancado, Miró iba a ver a Picasso. Una visita a su taller bastaba para inspirarle, pero su firme propósito era superarle, lo que logró en cierto sentido —si es que tienen alguno estas jerarquías— al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando sus famosas Constelaciones llegaron a Estados Unidos donde reinaba el expresionismo abstracto, con el que Miró conectó inmediatamente. Picasso en cambio nunca quiso abjurar de la figuración. “Picasso era el último gran artista del siglo XIX”, sostiene Massot, “Duchamp y Miró los primeros del siglo XX”.

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Autor: Josep Massot.


Editorial: Galaxia Gutenberg (2018).


Formato: tapa dura (832 páginas)


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