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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Genebat, un golpe de vértigo

Traductora, actriz y autora, entiende el teatro como trabajo de equipo, un intercambio

Marcos Ordóñez

Cada vez que veo a Cristina Genebat me entra un golpe de vértigo. Tiene algo de irlandesa, empecinada como una ventisca, y sonríe de repente como un destello, siempre a vueltas con incontables proyectos. Se ríe porque la llamo artista multitask, pero es verdad. La temporada anterior hizo televisión en TV3 (aún está pendiente de estreno Vida privada, la adaptación de la novela de Josep Maria de Sagarra); a seis manos con Marc Artigau y Julio Manrique tradujo L’anec salvatge, de Ibsen, y escribió E.V.A para las T de Teatre, que se estrenó en el Romea y ahora está en el Pavón; con David Selvas ha adaptado La importancia de llamarse Ernesto, de Wilde (en catalán La importància de ser Frank), que se estrenará en mayo en el TNC, y sobre todo ha vivido como actriz el exitazo de Les noies de Mossbank Road (Di and Viv and Rose), de Amelia Bullmore, en la Villarroel, llenando cada noche, con Clara Segura y Marta Marco, y dirigida por Sílvia Munt. La función, que gira por Cataluña la próxima temporada (noviembre y diciembre), me cuenta, vuelve a la Villarroel en mayo y junio del 2019, y en julio desembarcará en el Pavón.

Genebat iba para bailarina, pero la interpretación y la escritura pudieron más. Lleva una treintena de funciones como actriz, y ha versionado otras tantas, de Chèjov a Neil Labute pasando por Ibsen, Mamet, Mouawad y Koltès. Como dramaturga ha firmado Conills, Santa Nit y E.V.A. Para mi gusto, su cumbre escénica fue el papel de Sarah Cohen en la maratoniana Boscos, de Mouawad (cuatro horas), dirigida por Oriol Broggi. Le pregunto: “¿Qué es lo que más necesitas en un escenario”. “Que me guíen, que me acompañen, pero que me den vía libre”, dice Genebat. “Que el director o la directora me quiera en ese papel, y lo de querer tiene mucho de seducción mutua. Da lo mismo que seas su primera elección o la cuarta, porque lo importante es el duende, la chispa entre los dos, y lo que más temes es ese momento terrible en el que sientes, como en una relación, que ya no nos estamos gustando. Es muy duro, como cualquier rechazo, pero en teatro eres mucho más vulnerable. Si quien te dirige no te ama, si no te ve en el papel, estás desnuda. Has de sentir que confía en ti. Confianza es una buena palabra, es una forma de amor. ¿Qué más? Los intérpretes han de saberse el texto y haber pensado el papel, y los directores han de haberlo estudiado a fondo, igualmente. Necesito que el director permita que construyamos juntos. No confío demasiado en el modelo británico del actor que llega con el dibujo hecho, quizás porque eso es un poco más aburrido, menos creativo. Puede funcionar, desde luego, entre gente que ya se conoce. Escucho mucho el texto, sobre todo si lo he traducido. Conozco hasta sus menores giros, y cambiaría, seguiría matizando. Me gusta la gente que acepta otras visiones. Siempre he entendido el teatro como un intercambio, un trabajo de equipo. He tenido suerte en ese aspecto”.

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