El ermitaño de la novela
Muere el escritor sevillano Julio Manuel de la Rosa
Que se le vaya a uno así, de golpe, el que considera su maestro en el endiablado oficio de contar, no es fácilmente asumible. Claro que las consideraciones personales no caben en estos momentos, por más que sean inevitables. Han sido muchos años de aprendizaje al lado de Julio Manuel de la Rosa (Sevilla, 1935-2018), que falleció ayer a los 83 años, del privilegio de conocer a un autor de cuerpo entero, que hizo de la prosa su único camino literario cuando, en Andalucía, si no eras poeta te hacías sospechoso.
Una docena de novelas y otros tantos libros de cuentos y ensayos lo acreditan como uno los más notables de esos géneros que llenaron la segunda mitad del siglo, sacudiendo la modorra oficial (que era casi lo peor del franquismo) y bregando con el toro de la censura como mejor pudo. (Había que seguir viviendo). El propio Julio vio cómo eliminaban, por las buenas, unas diez páginas de Fin de semana en Etruria, después de haber recibido el prestigioso Premio Sésamo de novela corta, en 1971. (Felizmente recuperadas luego en excelente edición de Algaida).
En este complicado juego de las fechas y las tendencias, puede decirse que perteneció a la generación que siguió, como un epígono, a la del medio siglo; algo así como la del 68, que pronto entrará en bulliciosa efeméride; inmediatamente detrás de Caballero Bonald (que siempre ha dicho de Julio que era uno de los mejores prosistas de su tiempo); coetáneo de Alfonso Grosso (del que Julio escribió una biografía extraordinariamente generosa), de Juan Benet (con el que estableció una intensa relación literaria, al principio difícil, entre quienes se sabían en una misma órbita, la del realismo mítico, si se me permite la expresión, para distinguirlo de aquel otro de la berza); de Ignacio Aldecoa (con el que forjó otra excelente amistad literaria en torno a la épica de los grandes oficios y al compromiso inseparable de la ética con la estética, con parada en Albert Camus, remando al lado de los galeotes); cercano a Juan Goytisolo (con el que compartió una misma pasión por Luis Cernuda), y así muchos otros, de quienes la siguiente generación, la mía, hemos aprendido lo que hemos podido.
Y a todo esto, sin hacer un gesto de más, sin formar parte de ningún conciliábulo literario, tendencia o promoción más o menos orquestada, ajeno a las modas y a las turbulencias del mercado, que tanto le molestaban. Pero labrando día a día un entendimiento personal del estilo, eso sí, con un norte seguro: Flaubert, un estilo pausado y hondo, impenetrable en su cincelada sencillez. Y algunas temáticas, necesariamente obsesivas: la Guerra Civil, abordada en numerosos relatos, hasta cuajar en una de las mejores novelas de esta época, Las guerras de Etruria (2001); la heterodoxia española, El ermitaño del rey (2007), sobre la misteriosa figura de Arias Montano; Crónica de los espejos (1995), en torno a Goya; Cervantes (Las campanas de Antoñita cinco dedos (1987) y Memorias de Cortadillo (1998); el boxeo, en Guantes de seda (2008), y así una galería de personajes y asuntos de la mayor enjundia de este sufrido país, al que amaba con la rabiosa disidencia del que se sabe en el peor de los exilios: el exilio interior.
Pero lo mejor será reproducir sus propias palabras, en una definición autosatírica reciente. Están en el libro de las ponencias de un simposio que le dedicó la Universidad de Cádiz en 2015: “Soy biznieto de Cervantes y Flaubert, nieto de Joyce, hijo de Faulkner, hermano pequeño de Aldecoa y Benet y sobrino de Caballero Bonald. Para oscurecer un poco tan ilustre estirpe, debo aclarar que me considero el garbanzo negro de la familia”.
De acuerdo en todo, menos en lo último.
Descansa en paz, amigo.
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