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Reportaje:Signos

Entre la berza y el sándalo

La recién publicada biografía de Alfonso Grosso se adentra en la Sevilla de la dictadura

Si algún escritor ha habido, por lo menos en Andalucía, capaz de encarnar a la perfección la dualidad irreductible entre "el hombre que escribe y el hombre que es" (Barthes), ése sería sin duda Alfonso Grosso. Él mismo solía repetir: "Los lagartos no saben nada de historia natural", y "Si alguien desea saber algo de mí, que lea mis libros". Aquella criatura impetuosa, de emociones inestables, sumida en sucesivas formas del desamparo desde que nació (1928) hasta su muerte (1995), no parecía, en efecto, tener una opinión muy favorable acerca de las posibilidades de la crítica para rastrear en la verdad literaria a través de la verdad personal. Y el hecho es que, de no ser por una feliz iniciativa de la Fundación José Manuel Lara, de encomendarle a Julio M. de la Rosa una biografía del autor de Florido mayo (Alfonso Grosso o el milagro de la palabra, Sevilla, 2005), muy pronto la figura humana del novelista pasaría a engrosar ese cúmulo de sombras en que naufragan tantos escritores, y de modo particular los pertenecientes a una de las generaciones más desdichadas de la literatura española, la de los años cincuenta del pasado siglo.

Con todos esos inconvenientes a priori, y sabedor de muchas más cosas, Julio M. de la Rosa nos ha entregado una biografía ejemplar, aunque insólita, de Grosso, a la que subtitula: El milagro de la palabra. Ciertamente, todo el edificio barroco de un escritor que pasó del realismo social al experimentalismo, y que desembocó en la novela de oficio (también transitó del Partido Comunista a la órbita del andalucismo y remató en amables cercanías al PSOE) no se explicaría sin ese esfuerzo estilístico descomunal que supuso escribir una veintena de novelas, de las que apenas quedan cuatro o cinco, en un recuento favorable (La zanja, Inés just coming, Guarnición de silla, Florido mayo...).

Pero el verdadero milagro es que el biógrafo, con esos materiales tan problemáticos, haya logrado enjaretar un texto que es, a la vez, homenaje al hombre y homenaje a su literatura. Más difícil todavía: que Julio de la Rosa haya sido capaz de superar las inclemencias del tiempo, y las disidencias personales que siempre hubo entre ellos, de vidas paralelas y comúnmente dispares, me parece un ejercicio de generosidad sin límites, al que estamos muy poco acostumbrados en este correoso mundo de los literatos.

Temor y admiración

En efecto, no se eran nada simpáticos el uno al otro, aunque se temían y se admiraban en secreto. Es más, quienes conocíamos de cerca las vicisitudes de unas relaciones siempre abocadas a la tormenta, seriamente temíamos que cualquier día el pugilato intelectual dejara de ser una metáfora. (Julio, además, había sido boxeador en un fugaz atrevimiento juvenil). Por lo que a más de uno le tocó templar los ánimos y procurar que todo quedara en el terreno de lo literario. No lo ponía fácil Grosso, por su "felina predisposición a la polémica", en feliz expresión de De la Rosa. Y por su tendencia radical a repartir el mundo entre delatores de un orden social injusto o en cómplices del mismo, sin términos medios. Traducido en lenguaje de la época, entre escritores "de la berza", o comprometidos, y escritores burgueses, entregados a los sutiles ritos "del sándalo". También escritores comunistas o escritores del Opus.

Probablemente no haya existido en toda la historia de la literatura española una simplificación más cruel e infortunada. Pero así era aquella Sevilla, y así eran aquellas atormentadas maneras de burlar, sin saberlo, las mismas cosas. Principalmente la censura, el poder implacable del dictador, que hasta tenía sus poetas infiltrados en el tejido de la sociedad intelectual (Julio cita a unos cuantos). Alfonso, de corresponsal de Radio España Independiente, jugándose el tipo a cada momento. Julio también, encabezando incontables escritos de protesta contra el monstruo, en un momento en que una simple firma te podía conducir a la cárcel. Pero no sólo en eso coincidían, sin saberlo, repito, sino en lo más importante de todo: en la conciencia de que sólo el milagro continuado de la palabra es lo que, al fin y a la postre, puede salvar al escritor.

Por todas esas peculiares circunstancias, esta biografía, tan atípica, no podía ser sólo la de Alfonso Grosso. Tenía que ser también la del propio biógrafo, más la de una época, la de una etiqueta voluntarista (los narraluces) y la de una ciudad. La pasión secreta de Julio: Sevilla. Y qué Sevilla aquella de los cincuenta-sesenta. Literariamente dominada por la figura resbaladiza de Romero Murube, mediocre escritor del Régimen, y donde la opinión compartida sobre Cernuda, por ejemplo, era la de "buen poeta, pero maricón de playa", poco es lo que se podía hacer.

Un arriesgado homenaje a Camus, en aquel Ateneo regentado por don Alfonso de Cossío (otro inteligente burlador del franquismo), una tertulia clandestina en la trastienda de una librería, un pliego de firmas... Y escribir. No dejar ni un solo día de martillear el lenguaje. Lo que, en definitiva, ha producido entre ellos, entre Julio y Alfonso, un hermanamiento también inesperado, el de ser dos de los mejores narradores que ha dado esta ciudad, desde esos tiempos tan difíciles, hasta hoy.

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