La última palabra
La muerte de algunos escritores da un sentido particular a los últimos libros que escribieron
Dicen que la muerte nos iguala a todos. La duda, también. Claribel Alegría murió hace dos semanas (el 25 de enero). Raymond Carver, hace casi 30 años (el 2 de agosto de 1988). Ambos escribieron sus últimos poemas sabiendo que serían los últimos. La escritora nicaragüense los reunió en Amor sin fin, publicado hace solo unos meses por Visor. El estadounidense, en Un sendero nuevo a la cascada, publicado en 1993 por el mismo sello en traducción de Mariano Antolín Rato. El libro lleva un prólogo en el que su viuda, Tess Gallagher, también poeta, define cabalmente una obra así: “Este es un último libro y las cosas últimas, como sabemos, tienen sus derechos. No nos necesitan, pero con nuestra necesidad se nos plantea de nuevo esa cuestión central en cualquier muerte: ¿para qué es la vida?”. En el caso de los artistas, esa pregunta tiene además una segunda vuelta: ¿para qué sirve el arte?
El ensayista Pedro Azara trató hace dos décadas de responderla en La última mirada, una muestra que expuso en el Macba los últimos autorretratos de pintores como Munch, Kokoschka, Picasso, Beckmann o Bacon. Era tal la energía que desprendían aquellos rostros que el crítico de cine Domènec Font retomó la idea –con el mismo título- y repasó en un ensayo propio los “testamentos fílmicos” de cineastas como John Ford, John Huston, Orson Welles, Buñuel o Truffaut. Ni que decir tiene que la reflexión sobre la pintura estaba tan presente en unos como en otros la reflexión sobre el cine. No es extraño que tanto el libro de Alegría como el de Carver contengan versos sobre… el sentido de escribir versos.
Carver, que murió a los 50 años, recreó en el poema Lo que dijo el médico el momento en que supo que su tumor “tenía mal aspecto”. Una década antes, otro médico le había dicho que si seguía bebiendo no viviría más de seis meses. El poema Propina, el título lo dice todo, habla de esos 10 años de regalo. “Más de lo que yo o cualquiera esperaba”, dice. Sus palabras recuerdan las que el fotógrafo holandés Ed van der Elsken, enfermo terminal, grabó para despedirse de los suyos en el película Bye, que estos días puede verse dentro de la exposición que le dedica en Madrid la Fundación Mapfre.
Claribel Alegría murió con 93 años. Tal vez por eso los siete largos poemas de su Amor sin fin respiran, sobre todo, serenidad: “Incliné la cabeza/y seguí caminando. / En el umbral / no hay caminos / ni senderos / ni señales / la libertad es plena / respiro libertad / no sé qué hacer con ella”. El poema que abre el libro, El umbral, es un intenso viaje por el amor, la vida y la escritura: “¿Ves ese cúmulo/de piedra? / Son poemas fallidos / que murieron huérfanos tristes / de los que no quedó / ni un rastro”. Los versos de Claribel Alegría dejarán rastro por mucho que los atraviese la gratitud por todo lo vivido y, a la vez, la zozobra ante la posibilidad de haber malgastado la vida escribiéndolos. O tal vez por eso.
Babelia
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