Invitación
Impresiona el fuego apasionado con que George Steiner expresa sus opiniones “sobre lo divino y lo humano”
A partir de una cita de Heidegger, en la que nos califica como “invitados de la vida”, George Steiner (París 1929), en unas conversaciones que mantuvo con la periodista francesa Laure Adler, ahora publicadas en castellano con el título Un largo sábado (Siruela), hace suya esta definición, no solo para explicar su visión de la diáspora judía, sino en general sobre la menesterosa condición del ser humano mortal. En efecto, aunque nadie nos preguntó sobre nuestro deseo de estar aquí ni tampoco sabemos a priori la duración de nuestra estancia, con lo que nos cuadra la condición de “invitados de la vida”, debemos estar agradecidos por el don recibido, sea cual sea la suerte de nuestro destino, salvo que erróneamente lo restrinjamos a la mezquina fortuna de nuestra artificial identidad individual. En este sentido Steiner puntualiza: “¿Qué debe hacer un invitado? Debe vivir entre los hombres allá donde esté. Y un buen invitado, un invitado digno, deja el lugar en el que ha sido hospedado algo más limpio, algo más bonito, algo más interesante que como lo encontró”.
Esta es nuestra tarea principal, según este sabio que, a la altura de su octava década de existencia, se atreve a hablar con esa libertad a muerte que solo es entrevista a una alta edad. Es imposible aquí comprimir la variedad de temas que desgrana polémicamente Steiner en estas conversaciones mantenidas durante 12 años, entre 2002 y 2014 pero, sea cual sea su alcance, impresiona el fuego apasionado con que expresa sus opiniones que literalmente versan “sobre lo divino y lo humano”. En relación con el mundo actual, que simplifica las formidables posibilidades de pensamiento heredadas del pasado solo para su usufructo en calderilla, el dictamen no puede ser más severo porque lo califica como “ridículo”, término etimológicamente procedente del latín que significa “risible”.
Respecto a este severo juicio sobre la actualidad autosatisfecha con sus rentables jueguecitos tecnológicos, sin medir las consecuencias del apocamiento que implican en las inherentes facultades humanas, Steiner no puede ser, en efecto, más tajante: el hundimiento de la educación hará de las nuevas generaciones seres sin el menor espíritu crítico y, por tanto, meros consumidores esclavos. Es verdad que según envejecemos y el nuevo panorama emergente nos resulta cada vez más extraño, propendemos a cierta descalificación de éste en términos apocalípticos confundiendo el final de la historia con el particular de la nuestra.
No obstante, el resabiado anciano tiene la respuesta adecuada para esta legítima aprensión, pues afirma que el único aprendizaje que le corresponde al ser humano es el del bien morir, porque es entonces, sobremanera, cuando éste se apercibe de que “el mayor privilegio, la mayor libertad, es no tener miedo nunca a equivocarse”. ¡Qué lección más digna para quien ha vivido a fondo sin temor a errar, lo propio de un ser peregrino al que graciosamente se le ha dado hospedaje! Porque no hay que olvidar la parábola evangélica en la que el maestro execra a quien entierra los talentos recibidos y no al que los desfonda o multiplica.
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