Rompecabezas
A pesar de haber obtenido éxito por su estrambótica manera de efigiar a cualquiera, Arcimboldo cayó después en el olvido hasta bien adentrado el siglo XX
De trayectoria y personalidad oscuras, por lo menos hasta que sentó plaza como pintor en la también enigmática y fascinante Praga de Rodolfo II, él mismo el monarca más esotérico del Occidente cristiano, el pintor lombardo Giuseppe Arcimboldo (Milán, 1527-1593) se hizo puntualmente famoso con sus estrambóticos retratos compuestos con material botánico, entre ellos el del mismísimo emperador habsbúrgico, al que representó de ese modo hortifructífero como Vertumnus, una arcaica deidad etrusca luego incluida en el panteón romano, cuya cualidad principal era la de metamorfosearse a capricho. A pesar de haber obtenido éxito por esta estrambótica manera de efigiar a cualquiera, lo que se acreditó por la tropa de manieristas que le siguieron en esta misma senda, Arcimboldo cayó después en el olvido o fue menospreciado hasta bien adentrado el siglo XX, sobre todo, al ser jaleado por los surrealistas, simpatizantes con cualquier estilo fantástico, más o menos estrafalario.
En 1953, el escritor checo, de origen sefardita, Leo Perutz (1882-1957) publicó su maravilla novela De noche, bajo el puente de piedra (Libros del Asteroide), donde se recrea esa Praga de Rodolfo II y en la que se adivina la figura de Arcimboldo a través del disfraz de un supuesto pintor Brabanzio. Por otra parte, también ahora mismo, se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Bilbao una exposición pequeña, pues reúne, entre otros cuadros, los cuatro seguros de su firma conservados en nuestro país, pero muy sustanciosa, porque desentraña con sabiduría la compleja urdimbre de las diabluras botánicas de este pintor lombardo, que vivió en Praga un cuarto de siglo, entre 1562 y 1587, donde también habitaron personajes de la talla de Kepler. Esta muestra de Bilbao tiene, por tanto, el mérito añadido de abrir ante el público visitante la senda crítica adecuada para comprender el sutil entramado científico-cultural que habita en la obra de este artista, cuya mente fue mucho más allá de una originalidad pintoresca.
Hacer el retrato de alguien con elementos dispares, como flores, frutos y hortalizas, es reconstruir el mundo literalmente como un rompecabezas, pero cuando aquel históricamente había mutado hasta resultar irreconocible, como no podía ser menos con el descubrimiento de América, la reforma protestante y su replicante contrarreforma católica, entre otros avatares que alteraron la identidad del hombre occidental en todos los sentidos.
Cada vez que el arte preconiza un cambio de nuestra faz, tardamos siglos en identificarlo, solventando esa incidencia por vía de la extravagancia, sin percatarnos de que no apunta hacia lo que creemos ser, sino a lo que seremos pronto. Ahora mismo, por ejemplo, empezamos a comprender a Arcimboldo, que, muy científicamente, intuyó la unidad de la naturaleza y las mil caras ocultas de nuestro ser, que apenas si tiene que ver con nuestra puntual cara y así sufrimos por creer que nuestro cuerpo desaparece, cuando, en realidad, lo único perecedero es nuestro carnet de identidad. Porque la materia no muere, sino que se transforma, pero, ¡ay!, qué problema se nos viene encima si lo que somos y tenemos pretendemos acotarlo en el registro de la propiedad.
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