20 años no son nada (y pueden ser todo)
El bailarín y coreógrafo recupera sus dos obras emblemáticas dentro del festival Madrid en Danza
El festival Madrid en Danza se acerca a su ecuador con una de las propuestas más esperadas y que responden a la voluntad programadora de la directora artística, Aída Gómez, unas jornadas de homenaje en las que se escoge un creador de la danza española y se reponen sus obras, con la lúcida idea de que las nuevas generaciones tengan acceso directo al repertorio, verdadera fuente de cultura coréutica y poso patrimonial esencial. Este año tocaba Antonio Canales (Sevilla, 1961) tras los ejercicios evocadores en años anteriores, siempre muy recibidos por el público, de Antonio Gades y Rafael Aguilar.
Antonio Canales es un gran artista, de personalidad arrasadora y un talento explosivo que cuando emerge, se impone; igualmente hay que decir que ha dado tumbos variopintos, devaneos que hoy parecen olvidados para siempre. Mejor para todos. Ayer, 2 de diciembre, en la sala roja de los Teatros del Canal se vivió una velada vibrante, con buen baile y muchas emociones, todo demostrativo de que lo que fue moderno en su día lo seguirá siendo siempre, y conservando la hebra del buen valor. Todos los artistas han hecho un esfuerzo enorme para ponerse a tono, no por volver al pasado, asunto imposible sobre la escena y muy discutido hoy en día cuando hay una muy publicitada corriente filológica en el ballet que pretende que bailarines de hoy bailen como hace 60 o 100 años. Un dislate, como pedir a la nueva diva del Bolshói, Natalia Zajárova, que mantenga su pierna a 45 grados del suelo para parecerse a una amarillenta fotografía de Chesinskaia.
El asunto es mucho más serio, se trata de llegar al fondo de un estilo particular y de buscar situarse con dignidad en la estética de Canales, en sus geometrías y estructuras; todo lo bailado por él y sus bailarines enraizados en la tradición, pero llenos de voluntad modernizadora. No era Antonio rupturista en el sentido que lo usamos hoy, sino que encontraba apertura dentro de unos márgenes formales muy evidentes, los que se ven en Torero (1994, Teatro de Madrid) y que se tensan aún más en Bernarda (1997, Teatro Nuevo Apolo), por mor de la aguda dramaturgia de Lluís Pascual, un director teatral que sí entendía el espectáculo de danza y que siempre en sus colaboraciones con coreógrafos ha demostrado una sensibilidad hacia el hecho (material) coreográfico como dominante.
Canales era un valiente entonces, buscaba, luchaba por su grupo, hizo de la intensidad bandera y abandonó la vida muelle del Ballet Nacional con la intención de forjar la cancela plástica que le pedía su instinto. En el intermedio de 1996, estrenó Gitano (en septiembre en Sevilla y en noviembre en Madrid) y en esas fechas, Torero ya acumulaba más de 500 representaciones, todo un récord. En 2008, Bernarda tuvo un conato de recuperación, pero ha habido que esperar hasta 2017 para verla de nuevo en forma. En aquellos días, Canales dijo a EL PAÍS: "Yo tengo el concepto del repertorio. No solo los ballets nacionales deben llevar repertorio, las compañías privadas, aunque con mucho esfuerzo, deben luchar por mantener una oferta variada". Hoy esto se cumple. La Bernarda de Canales, donde el baile nunca es banal y todo tiene su simbología (como los estribos que se convierten en estola eclesial) se imbrica en una tradición que arranca con el coreógrafo Mats Ek en Suecia, sigue con Rafael Aguilar y culmina en él. En Torero hay escenas magistrales como el dúo de la madre y la mujer o la suerte de picas, con todo su peso de rito sacrificial, ambas manteniendo vigencia. El decorado, claramente inspirado por el de Boris Messerer para la Carmen de Plisétskaia, sigue funcionando bien. El otro dúo final, el torero y el toro en la suerte de matar, que según se mire puede ser paso a dos de amor desgarrado, transmitió rigurosamente la idea matriz.
No puedo dejar de mencionar a dos artistas que estuvieron en los estrenos de hace dos décadas y hoy vuelven a estas tablas: Ángel Rojas (Madrid, 1974), en el rol del torero, y Pol Vaquero (Córdoba, 1980) como Adela; ambos están intactos y mejorados con el añadido de la madurez. Muy en el papel de Poncia está Daniel Navarro, y María La Coneja da un toque vernáculo, lo impone, en su papel de María Josefa; tal como Cristian Pérez resulta concentrado en su Magdalena. En Torero, Rojas estuvo virtuoso con el zapato, en su expresiva manera de transmitir, y Vaquero, con su especial aura angélica y su tono, hizo un toro voluntarioso y lírico a la vez. Como suele pasar ahora, la tosca y excesiva amplificación del suelo borró matices y calidades. El público aplaudió de pie y entregado, y al final la ovación ratificaba un verdadero triunfo, pero sobre todo de un Canales recuperado para el buen arte. Hoy, día 3, aún pueden verse estos ballets en los Teatros del Canal.
Babelia
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