Memorias en escena
Mark Lockyer convierte su pasada pesadilla personal en una lección de teatro
La otra noche Mark Lockyer puso en pie al público del Lliure. Le dimos las gracias por su arte y su verdad, por el tour de force de Living With the Lights Ony por habernos limpiado la cabeza de todas las convulsiones de la semana: para eso sirve el teatro. Curiosa paradoja, porque para convulsiones las suyas: un relato real de ansiedad extrema, alcoholismo, paranoia en caída libre, cárcel e internamiento psiquiátrico.
La pesadilla comenzó interpretando a Mercutio en la Royal Shakespeare en 1995, y Lockyer no levantó cabeza hasta el año pasado, cuando el director Ramin Gray le convenció de volver a la escena contando su historia, que está girando desde entonces. ¿Un psicodrama? No: una lección de coraje y de teatro.
El actor nos recibe a la entrada, nos ofrece té con galletas y nos cuenta su historia, pasando del humor al dolor (y viceversa) en cuestión de segundos: sinceridad sin exhibicionismo, pura esencia británica. Escuchando a Lockyer pensé en el veteranísimo Edward Petherbridge, que también en el Lliure nos regaló My Perfect Mind, en cuyo centro estaba el ataque de apoplejía que sufrió durante los ensayos del Rey Lear. ¿Hay un gen inglés del memorialismo? Muy posiblemente: Samuel Pepys está considerado el padre del género con sus nueve volúmenes de diarios a calzón quitado. Aunque, si lo pienso dos veces, esa flor confesional germina luego, e igualmente a lo grande (también en nueve volúmenes) con las Confesiones del señor Rousseau.
Y es en ese lado del canal donde se lleva la palma Philippe Caubére, el gran maestro del muy infrecuente memorialismo en clave escénica, autor, director y protagonista de una obra monumental, diría que sin parangón en la historia del teatro, Le roman d’un acteur (1986-1993), 11 espectáculos de tres horas cada uno, donde a través de su alter ego Ferdinand Faure evocó su vida, su formación, su carrera y su época, sus triunfos y sus caídas, interpretando a un centenar de personajes. Yo recordaré siempre la presentación del ciclo completo en el Cloître de Carmes del Festival de Aviñón, el verano de 1993.
En nuestro país no abunda este percal: desde luego que hay grandes monologuistas, aunque pocos hablan de sí mismos. Y muchos intérpretes o directores han escrito memorias, pero rara vez se han decidido a contarlas en escena. En el gremio conozco a formidables narradores, y cuando les he dicho que lleven a las tablas sus historias (no hace falta que revelen secretos ni desgarren sus corazones: solo que cuenten) siempre se encogen de hombros, por una mezcla muy española de pudor y pereza. O me responden que “eso no interesará a nadie”. Yo sigo insistiendo, porque pienso lo contrario: que el teatro es un mundo riquísimo y que la vida entre cajas de los cómicos, narradas con pasión, han de atraer forzosamente a los espectadores. Por cierto: me dicen que el monólogo de Mark Lockyer quizás se vea pronto en un teatro de Madrid del que aún no puedo decir el nombre. Cruzo los dedos.
Babelia
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