Mario, Mario, Mario
Nostálgico, sorprendente, mágico, inesperado... La ristra de epítetos que merece la nueva obra maestra de Nintendo es infinita
La canción dice. “Es tiempo de saltar en el aire / Salta, no te asustes / Salta y tus penas saltarán por los aires”. Es el estribillo pegadizo, infinitamente energético, alegre, epopéyico de Jump up, superstar, la canción de cabecera de Super Mario odyssey. Hoy, precisamente a las tres de la tarde, se rompe el embargo sobre las críticas de este último título. Y hoy, este crítico, y a buen seguro muchos más en todo el planeta, tiene más ganas de cantar que de escribir. De cantar que hay que saltar en el aire bien alto para que las penas salten también. De cantar que los videojuegos son un arte extraordinario que ya nadie, enfrentado a obras como Super Mario odyssey puede descubrir. De cantar que Nintendo, y su último truco de magia, la Switch, deben vivir para siempre, pues son el corazón pixelado que bombea este medio. De cantar, a voz en grito, “¡Mario, Mario, Mario!”, de corear el nombre más universal de la historia de los videojuegos, un fontanero italiano. Repito, un fontanero italiano. Con un gran mostacho.
El año se ha definido al compás de Nintendo. Al arrancarlo, nos vimos enfrentados a un clarísimo candidato a mejor juego de todos los tiempos, el The Legend of Zelda. Breath of the wild. Ahora, camino de darle puntilla ya a este 2017, otro candidato para el mismo honor, como mínimo con las mismas credenciales que el Zelda, irrumpe para hacer insignificantes a todos los demás extraordinarios juegos que se han ido lanzando en un octubre abrumador.
Super Mario oddyssey es, sin más rodeos, una obra maestra. Un juego tan descomunal y extraordinario, tan alegre e innovador, tan nostálgico y emotivo que hace la función de la crítica irrelevante. Se sostiene por sí mismo, desde los primeros minutos de juego, hasta las más de 20 extraordinarias horas que lleva acabar con el hilo principal de la historia. Que es solo una pizca de todo lo que tiene que ofrecer este título.
Cuando este periódico viajó al E3 allá por mayo, asistimos, en una exclusiva para España, al desvelar oficial de Super Mario odyssey. Y le preguntamos a su productor, Yhosiaki Koizumi, probablemente el mayor descubrimiento de la década entre los desarrolladores de Nintendo, sobre cuál era la diferencia fundamental, desde un punto de vista de filosofía creativa, entre los mundos abiertos del nuevo Zelda y del nuevo Mario. Su respuesta, que ha sido luego usada infinitamente por la compañía para explicar el diseño de Odyssey, fue la siguiente: “En la saga Zelda tiene sentido diseñar un gran mundo con enormes espacios abiertos. Porque es una aventura. Pero Mario es un juego de acción. Así que nuestros escenarios son mucho más compactos, pensados para que cada elemento dentro de ellos aporte riqueza y sorpresa. Como en un jardín en miniatura”. Me cuesta imaginar una definición más compacta y autoconsciente por parte de un artista de su propia obra. Koizumi, y su director, Kenta Motokura, llevan las riendas bien prietas de un juego al que cabe calificar de milagro porque, con todas las múltiples locuras que prueba, está siempre en pleno control de sí mismo. Jamás se desparrama. Es, en cada una de sus infinitas partes, una lección de maestría.
Me quiero detener brevemente a ampliar lo comentado de Koizumi después de pasar de las 300 lunas y haber explorado 17 mundos del juego. Juego que, como decía, no hace más que empezar tras los títulos de crédito en un giro nostálgico extraordinario. Koizumi hablaba de jardín japonés en oposición a esos enormes espacios abiertos que necesita Zelda. Yo creo, y daré argumentos para ello, que tras esto subyace otro tipo de declaración más sutil por parte de sus creadores. Zelda, como muchas de las obras maestras creadas por japoneses después de la Segunda Guerra Mundial, no deja de ser una relectura de los mitos occidentales bajo una mirada nipona. Zelda es el sueño japonés de una Europa medieval. La arquitectura de sus civilizaciones, en especial la hyruleana, y la configuración de sus paisajes, las evocadoras praderas, los densos bosques, son un reflejo de lo que imaginamos que fue la Edad Media en el Viejo Continente. Pero Japón, país insular por excelencia, país constreñido por el espacio, no conoce, aunque ansía, esos horizontes eternos. Japón se define por sus jardines en miniatura, un espacio constreñido que logra provocar las mismas emociones de inmensidad porque cada detalle de ese jardín, cada flor, cada árbol, esconde un motivo secreto. Un jardín en miniatura concebido por un shokunin [los maestros artesanos nipones] ofrece infinitos descubrimientos para infinitas miradas.
Odyssey es exactamente así. No creo que haya habido ningún juego en la historia, ni siquiera el monumental The Witness, tan poblado como Odyssey, tan abrumadoramente repleto de sorpresas, retruécanos y deconstrucciones de su leitmotiv, ese que recordaba su canción de cabecera: saltar bien alto en el aire. Cada uno de sus mundos obliga a mirar todos sus rincones desde múltiples ángulos porque el objetivo primordial, el macguffin para seguir avanzando, es recoger unas lunas que se ocultan tras un sinfín de actividades, a cada cual más alocada. Las distancias entre cada nueva actividad son mínimas, pero cada actividad es, en sí, otro jardín en miniatura. Odyssey es un sueño de Borges, un aleph de alephs.
Pero hay otra razón secreta, oculta, para que Koizumi y el resto de artífices de Nintendo optaran por esta filosofía nipona de diseño. Y esto es el orgullo. Cuando Japón recogió el testigo para organizar las olimpiadas de Tokio 2020, Shinzo Abe se presentó vestido de Super Mario. Fue una declaración total de intenciones: esto, Super Mario, es lo más grande que hemos legado a la historia colectiva del ser humano. Pero Super Mario no deja de ser un gaijin, un extranjero. Así que en Odyssey las mentes de Nintendo han decidido, a la vez, hacer su apuesta más global, el juego no deja de ser un viaje por todo el planeta, y a la vez más arraigada. Cuando llegamos al último mundo de la historia principal, el castillo de Bowser, nos encontramos con una sorpresa ciertamente desconcertante. Las fortalezas de este villano siempre han tenido un estilo de clásico alcázar europeo. Sin embargo, en Odyssey, nos encontramos con un inmenso castillo japonés rodeado de unas nubes de colores que recuerdan a las visiones fantásticas del clásico filme Kwaidan de Masaki Kobayashi. Para dejarlo todavía más claro, en el folleto turístico de ese mundo (todos tienen uno) se recuerda el origen de Nintendo, con un guiño a esas barajas de naipes Hanafuda que la compañía creaba antes de revolucionar para siempre el videojuego.
Precisamente en estos folletos turísticos se encuentra la mayor novedad de Odyssey respecto a cualquier otro título precedente de Super Mario. Es célebre ya la entrevista de Koizumi a Wired en la que el diseñador desvela una antigua riña con Shigeru Miyamoto, el alma mater de Nintendo. El problema fue la narrativa, porque Koizumi, que iba para cineasta, es un tipo empeñado en añadir riqueza en este aspecto a los títulos de Nintendo; cosa a la que Miyamoto le tiene aversión. Pues bien, aunque entre risas Koizumi minimizó este año tal desencuentro en declaraciones a EL PAÍS, está muy claro que esto que ha hecho en Odyssey es lo que siempre había querido hacer. Con muy poquitas frases, Koizumi crea un contexto fascinante para cada mundo y alimenta ese deseo de los fans de concebir todos los juegos de Nintendo coexistiendo en un mismo universo. Las menciones a remotas civilizaciones y extrañas tecnologías dejan la puerta abierta a soñar una enredadera de posibles conexiones.
La otra gran novedad reside en la mecánica central del juego, amén de los inevitables saltos de todos los colores. Super Mario ha buscado a menudo encontrar una mecánica central sorprendente para pillar con la guardia baja al jugador. En Super Mario sunshine era la manguera que te permitía limpiar de inmundicia los diversos mundos. En Odyssey este papel lo juega Cappie, una gorra mágica de ojos saltones que permite transformarse en cualquier cosa: un tanque, una chispa eléctrica, un tiranosaurio. Cada una de estas transformaciones tiene sus propias reglas de movimiento y ataque. La variedad resultante de combinarlas es inmensa. Y además encarna como ninguna otra idea de diseño central que haya tenido la saga el concepto de la sorpresa, de la magia, asociados al fontanero.
Para ir cerrando, toca hablar de la nostalgia. Lo hago a menudo porque es uno de los grandes temas de la ficción contemporánea, que hace lo mismo que esas novelas de caballería de las que abominaba Cervantes: imagina un pasado remoto y esplendoroso que jamás existió para manifestar así, soterradamente, su desdén por el presente. En Super Mario odyssey la nostalgia es soberana. Hay niveles que transforman, sobre cualquier superficie, al Mario contemporáneo en su versión pixelada. Hay un homenaje conmovedor, absurdamente esforzado, a Super Mario 64, otro de esos candidatos perennes al puesto de Ciudadano Kane del videojuego. Hay incluso comentarios divertidos sobre la nostalgia, como ese breve diálogo en el que un hombre champiñón le pide a Mario que se vista como lo hacía en el pasado y, si lo hace, lo recompensa con un comentario sobre ese gustirrinín que da recrearse en aquello que ya es un recuerdo. Odyssey, desde luego, no es una mera jukebox de grandes éxitos. Es un cóctel extraordinario de lo viejo y lo nuevo. Es la destilación más sobria y la vez más barroca de todo lo que significa Super Mario y por ende de todo lo que significa Nintendo. Es, sin más, uno de los más grandes, tal vez, el más grande, del décimo arte. Nunca mejor dicho, toca quitarse el sombrero.
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