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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El milagro de la rosa

El Guggenheim Bilbao ha organizado exposiciones para todos los gustos: buenas, muy buenas, regulares, malas, malísimas

El astronauta italiano Paolo Nespoli durante el mensaje de felicitación desde la Estación Espacial Internacional, dentro del espectáculo 'Chasmata' en el Museo Guggenheim Bilbao.
El astronauta italiano Paolo Nespoli durante el mensaje de felicitación desde la Estación Espacial Internacional, dentro del espectáculo 'Chasmata' en el Museo Guggenheim Bilbao.LUIS TEJIDO (EFE)

El mismo año que el Museo Pompidou cumple cuarenta años, Bilbao estrena la edad adulta de su Guggenheim, veinte años, y dentro de dos décadas más, que correrán volando, celebraremos la buena salud del recién nacido Centro Botín, en Santander, donde el compás del genovés Renzo Piano ha cerrado un círculo tocado por las intersecciones de otras metrópolis que también querían su flor: Abu Dhabi, Nueva York, Los Ángeles, Londres, Ciudad del Cabo, Roma, Helsinki, Oslo, Moscú.

Pero, ay... ¡París!, ¿París?. Pues sí, como ocurrió con “Les Demoiselles d'Avignon” (1907) el cuadro protocubista que cambió las reglas de la perspectiva renacentista, todo nace y muere en la capital del Sena. Serge Lasvignes, presidente del Centro Beaubourg, anunció el pasado mes de mayo cuál sería el pastel de cumpleaños de la mejor colección de arte moderno y contemporáneo de Europa. Para reventar: cuatro nuevas “antenas” en Bruselas, Shanghái, Corea y Colombia, que se sumarán a la ya existente de Málaga (2015). Es el “efecto Pompigheim”. ¿O el Guggendou?

Desde que Thomas Krens tomó las riendas del Guggenheim de Nueva York en sustitución de Thomas Messer, la expansión global ha sido una parte esencial en el plan de juego de la museística actual. Ha contagiado incluso a otros templos de la modernidad, como el MoMA, un museo Godzilla que ya ha sacudido con su cola a pinacotecas más venerables -¡el Metropolitan!, contaminando toda una nueva forma de exhibir el arte (blockbusterización), publicitar la música, la moda, la industria automovilística (Armani, Gucci, BMW) y los modos de hacer de los comisarios (“balcanización” de la crítica). Los veinte años del museo de Frank Gehry son también la efemérides de una nueva era cultural. Si el comienzo de la posthistoria tiene una fecha, 1989, el imperialismo del arte y su turistización celebran hoy la suya: 1997.

A lo largo de los últimos veinte años, y a pesar de que su cobertura mediática es la parte más importante de la experiencia dentro del museo, el Guggenheim-Bilbao ha organizado exposiciones para todos los gustos, buenas, muy buenas, regulares, malas, malísimas. También ha enriquecido su colección y naturalizado su aceptación entre la población vasca. Bajo la teledirección de Thomas Krens, el centro ha sido capaz de lo mejor y de lo peor: banalizar la obra de artistas (Louise Bourgeois, Daniel Buren), convertir en arte lo banal (Jeff Koons); rescatar lo que de radical hay en autoras “secundarias” en la historia del arte (Yoko Ono, Niki de Saint Phalle y Anni Albers, ahora en cartel) o situar en el contexto internacional la obra reciente de autores vascos (Cristina Iglesias, Juan Luis Moraza, Pello Irazu, Txomin Badiola). “Toda la ciudad ha sido secuestrada por la flor”, escribió providencialmente la historiadora Lucy Lippard. “¿Será posible que un único objeto de arte consiga modificar el futuro de todo un paisaje urbano, de una región entera? ¿Conservará la desapacible ciudad su papel de perro guardián y crítico o se transformará en el caniche faldero, testigo del nuevo memento mori, espectacular y turístico?”

Son cuestiones que buscan su respuesta como los personajes buscan a su autor. Ahí va una posible, en forma de dos obras inversamente proporcionales en escala y (des)materialización: la serie escultórica La Materia del Tiempo (1997-2005), de Richard Serra, y la performance (no autorizada por el museo) de Andrea Fraser, Little Frank and his Carp (2001). Grabada con cinco cámaras ocultas. la artista norteamericana (1965) -cuyo trabajo se inscribe dentro de la “crítica institucional”- aparece vestida con un corto traje verde y zapatos de tacón mientras se desplaza por el interior del museo siguiendo las indicaciones de la audioguía: “... Puedes sentir cómo se eleva tu alma con el edificio a tu alrededor...”. Fraser se va despojando de su vestimenta y restriega su cuerpo casi desnudo contra las “poderosamente sensuales” paredes de piedra calcárea en su camino hacia el gran espacio donde se expone la escultura de acero Snake (Sugea), la primera del conjunto que Serra creó para la Sala del Pez. Nada más fálico y tentador. Es el milagro de la rosa.

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