Envuelta en una nube de seda, pólvora y misterio
Mata Hari, como Lawrence de Arabia, devino un mito trascendiendo sus limitaciones y reinventándose
Como Lawrence de Arabia, con el que tiene mucho en común, y el Barón Rojo, Mata Hari es uno de esos pocos privilegiados personajes que se alzan sobre el anónimo matadero embarrado de las trincheras de la Primera Guerra Mundial para cautivar nuestra imaginación. Al igual que el coronel Lawrence, la holandesa Margaretha Geertruida Zelle devino una leyenda trascendiendo sus limitaciones físicas y complejos, en su caso ser altísima para la época (1,75m) y carecer prácticamente de pecho: de ahí el uso del famoso cache-seins metálico del que no se despojaba ni para hacer el amor, pretextando que un amante enardecido le había arrancado a mordiscos los pezones, que ya es daño.
En ambos casos, el emir dinamita y la bailarina cortesana, encontramos el mismo afán por reinventarse y un gusto casi patológico por el disfraz. Si Lawrence tomó la identidad de hombre de acción y los ropajes de la élite beduina para acaudillar la revuelta árabe (y cumplir sus anhelos de soñador de día), la holandesa hija de un sombrerero de provincias se forjó una personalidad postiza como danzarina hindú sagrada dedicada desde la pubertad a Siva (dispuesta a hacer streptease, eso sí), aprovechando la experiencia de haber vivido en Indonesia casada con un oficial del ejército colonial.
¡Parbleu!, ¡esta dama sabe morir!”, exclamó ante su valor uno de los soldados que la fusilaron
Bajo el nombre de Mata Hari (ojo del día en malayo, amanecer), bailó provocadoramente por toda Europa (incluida España), cautivando y escandalizando a la Belle Époque. Paralelamente, cosechó una larga lista de amantes y patrones que la mantenían en las horas bajas. Su habilidad para fantasear con sus orígenes, su internacionalismo, sus amistades en todos los países y sin duda su libertad, promiscuidad y fama de femme fatale –y también su ingenuidad- la pusieron en el centro de la psicosis de espionitis que se vivió durante la Primera Guerra Mundial. Parece claro que, para conseguir dinero (a fin de vivir con su joven amante, el oficial ruso tuerto Vadim Masloff), se enredó en un juego que la superaba (la ficharon los franceses y luego la acusaron de ser agente doble); y que pagó por la necesidad de Francia de encontrar otros culpables a los que achacar la muerte de millones de poilus que no fueran los incompetentes generales.
Murió con una entereza que no tuvo su homóloga aliada, Edith Cavell, a la que los alemanes hubieron de fusilar desvanecida en el suelo. Mata Hari, toda valor y dignidad –“¡Parbleu!, ¡esta dama sabe morir!”, exclamó uno de los que la ejecutaron- , no se amilanó ante los 12 zuavos del pelotón (hasta les lanzó un beso), y fue uno de ellos el que cayó desmayado. Las 11 balas restantes la alcanzaron y luego un sargento de dragones le pegó el brutal tiro de gracia en la sien. El cuerpo fue llevado a la facultad de Medicina: se cuenta que su cabeza fue conservada aunque se desconoce su paradero actual. Como Lawrence de Arabia, su ascenso al reino de los mitos fue imparable. Por mucho que se la humanice y explique, la bailarina exótica, irresistible amante y espía letal sigue ahí, envuelta en una niebla de seda, cigarrillos egipcios, humo del Oriente Express, pólvora y misterio. ¡Mata Hari!
Babelia
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