35 años sin Glenn Gould
El mito de este pianista propiciaría el extraño experimento narrativo de Bernhard en ‘El malogrado’
Ayer, José Andrés Rojo en estas mismas páginas se acordaba de Hambre, de Knut Hamsun, y de la helada y extraña confesión de su errático joven protagonista en medio de la catástrofe que vive: “Me olvido de dónde estoy, parezco una escoba solitaria en medio del mar con el agua bramando y alborotando alrededor de ella”.
Pensé que, en mi caso, la gravísima e injustificable violencia del domingo en Cataluña me impedía más que nunca olvidarme de dónde estaba, y menos aún, como un Kafka cualquiera, irme por la tarde a nadar. Andaba dando vueltas a esto cuando reparé en un detalle profundamente político en el texto de Rojo: la mención a esa condición errática del protagonista de Hambre. Y fue entonces cuando, adentrándome en una variación de la realidad, recordé que suelo ser partidario de los jóvenes de comportamiento inestable, torpe y tímido; amigo de los que no saben moverse con soltura por la vida real. Quizás esto se deba a que en sus vacilantes conductas percibo una naturaleza de índole más noble que la de los desenvueltos; aquellos jóvenes que vemos temprano moverse a gusto entre los chanchullos y artimañas humanas y que para el futuro, por tanto, solo anuncian vulgaridad.
Dentro del sector que podríamos llamar de los erráticos, Glenn Gouldsiempre tendrá su altar. Mañana, sin ir más lejos, cuando veamos la huelga de hoy ya en tiempo pasado, se cumplirán 35 años de la muerte de este gran artista. Su música aún no ha parado desde entonces, y tampoco lo hará mañana cuando algunos recuerden cómo a sus 22 años provocó, con su interpretación de las Variaciones Goldberg, una conmoción que aún sigue ahí, al igual que la memoria de la suprema velocidad con la que literalmente sometió a la partitura.
Tanto su muerte un 4 de octubre del 82, como su absoluto genio musical —que algunos relacionan con trastornos del espectro autista—, así como la imagen que creaba su fluctuante y a la vez misteriosamente bien trabada personalidad —su legendaria forma de sentarse al piano: doblado sobre sí mismo, con la cabeza casi pegada a las teclas y su aire de felicidad vagabunda— fundaron un mito que, años después, propiciaría el extraño experimento narrativo de Thomas Bernhard en El malogrado. En esa novela, una voz sin nombre sostenía, a lo largo de todo el libro, que la interpretación de Gould de las Variaciones Goldberg fue la responsable del suicidio de un amigo de ambos, Wertheimer, el malogrado que daba título al libro.
“Eso es lo que el genio hace: encogerles la voluntad a los demás”, escribiría años más tarde Don DeLillo al hablar de la novela de Bernhard en Contrapunto, un sutilísimo ensayo sobre la naturaleza solitaria de ciertos artistas difíciles; seres desprotegidos con problemas con su público o con sus lectores, quizás por percibir sagrado y privado el acto creativo. Esto podría explicar que Gould dijera en cierta ocasión, cual firme y al mismo tiempo inestable escoba solitaria, que lo que sucedía entre su mano izquierda y su mano derecha no era de la incumbencia de nadie.
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