A Mozart lo que es de Mozart
Teodor Currentzis ha restaurado en Salzburgo el honor y el alma del maltratado compositor
Recuperamos el hábito del blog después de haber asimilado la revelación de Teodor Currentzis en el Festival de Salzburgo. No ya porque el maestro griego concibió una prodigiosa versión de La clemenza di Tito sino porque se ha convertido en garante y en custodio del honor de Mozart, rescatándolo de la ferocidad de los mercaderes y de las convenciones, devolviéndole su hondura y su complejidad.
Que Salzburgo fuera la ciudad natal de Mozart no contradice el maltrato al que estaba expuesto. Y no sólo desde la desmesurada explotación comercial. Más grave se antojaba la profanación sistemática de su música, tanto en los conciertos para turistas como en la trivialización de su repertorio entre las paredes del propio Festival.
La Filarmónica de Viena, incluso, se había adherido a esta embarazosa conspiración. Los wiener se dejaban llevar por la inercia burocrática. O se resentían de la falta de idoneidad de los maestros reclutados. Creo que he escuchado en Salzburgo la peor versiones Las bodas de Figaro. Demérito de Dan Ettinger, aunque no es cuestión de personalizar el sabotaje a Mozart. Tan pervertida estaba su música y tan ultrajado estaba el templo que ha sido necesario recurrir a una terapia exterior.
Y la terapia exterior la ha garantizado Currentzis. Mozart ha sido reanimado en un remoto teatro en Perm al abrigo de Los Urales. Que se llamaba Molotov antaño, en honor al siniestro militar. Y que aloja una especie de comuna musical en la que Currentzis ejerce de patriarca, de sacerdote, de argumento estimulante. Hemos conocido los prodigios gracias a la trilogía de Lorenzo da Ponte publicada en Sony, pero el hito de La clemenza de Salzburgo incorporaba una providencial reanimación de Mozart mismo. Se le rescataba del maltrato. Se protegía su esencia, su ironía, su sofisticación.
Estaba en Rusia el secreto. Y Currentzis lo ha revelado al público salzburgués. Ha traído las cepas puras. Y las ha plantado entre la inmundicia turístico-mercantil con que Salzburgo abusaba de su vecino más ilustre. O uno de ellos, pues Salzburgo es la ciudad donde vivió Zweig, escribió Thomas Bernhard y murió Paracelso.
Currentzis se ha convertido en la gran autoridad mozartiana. Y se ha graduado para ello en el festival que más puede facultarlo. Ha sido como quitarle la pátina del tiempo, del polvo y de los retoques a un antiguo cuadro. Devolverle el color. Trasladarnos la rotundidad del fondo y el esmero del detalle, creando o recreando una trama sonora que no establece diferencias entre los recitativos, las arias y los números concertantes. Predomina la visión total tanto como lo hace el escrúpulo del matiz.
Currentzis llega tan lejos porque entiende la música como una misión. Porque percibe el lado oscuro de Mozart. Y porque ha logrado que la "su" orquesta y "su" coro, Musica Aeterna, sean la prolongación natural, inmediata, de su gesto y de sus intenciones.
Sucede con la mencionada trilogía de Da Ponte. Y ha vuelto a ocurrir en las funciones salzburguesas del mes de agosto. Currentzis se ha aparecido. Y ha sabido explorar en el foso la atmósfera dramatúrgica que había creado Peter Sellars.
No era casualidad que Peter Sellars hubiera escogido un tenor negro, Russell Thomas, para su idea de La clemenza di Tito. Pretendía enfatizar el paralelismo entre el emperador romano que identifica la ópera de Mozart con el símbolo de Nelson Mandela. Y de relacionar a ambos en la grandeza del perdón y de la reconciliación.
El esfuerzo del presidente sudafricano para entender a los victimarios del apartheid equivale a la piedad que Tito concedió a sus conspiradores, no por el buenismo de ofrecer la otra mejilla, sino para corregir el régimen del terror que había impuesto su padre, Vespasiano, en el extenso primado antecedente.
El enfoque de Sellars convierte la ópera de Mozart en un sujeto de política contemporánea. Por la extrapolación al mito de Madiba y porque construye toda la puesta en escena desde argumentos simbólicos y alegóricos. Arden las torres gemelas. Pululan los refugiados. Y el personaje de Sesto, interpretado fabulosamente por la mezzo francesa Marianne Crebassa, organiza el atentado al emperador colocándose un cinturón de explosivos, a semejanza de cuanto acostumbran los mártires de la yihad.
Es arriesgada la propuesta de Sellars en el inventario de las amenazas contemporáneas, pero la resuelve con audacia teatral. Lo hace extremando el trabajo de los actores en un escenario desnudo. Y lo consigue evitando el costumbrismo o el folclorismo. Tito es Mandela como podría tratarse de cualquier gobernante a quien abruma la administración del poder, de la justicia y de la gracia.
La traslación requiere unas peligrosas innovaciones. Sellars, por ejemplo, altera el libreto original para sustituir el término traidor por terrorista, pero sobre todo introduce en la ópera diferentes pasajes de La gran misa en do mayor y de la Música para un funeral masónico. Es una manera de derivar La clemenza a un espacio litúrgico y de rebuscar en la implicación de los espectadores como si fuera la ópera de Mozart una gran ceremonia de comunión y catarsis. Se rompe la cuarta pared. Y prospera una proximidad inusitada entre el drama eucarístico y la feligresía.
El mérito de semejante milagro recae en la mediación musical de Teodor Currentzis. Suya es una lectura de La clemenza tan escrupulosa en la orfebrería cromática como rotunda en su tensión teatral y en su capacidad de estremecimiento sonoro. Y no sonoro también, pues utiliza el silencio como un instrumento de sugestión teatral.
El clamor de los espectadores redundó en la proeza del maestro. Currentzis no interpreta la partitura, la escruta. Y extrae de ella una dinámica sonora y una vitalidad que rebasan la conquista del mero perfeccionismo. Ocurre una especie de fenómeno diabólico. Mozart suena apolíneo y dionisíaco a la vez, espiritual y voluptuoso, humano y divino. Y da la impresión de que Currentzis dirige a sus huestes —una orquesta superdotada, un coro exquisito— como si estuviera en el cráter de un volcán y como si la música surgiera de una energía de magma, incandescente y telúrica.
Estuvo a la altura del ritual la categoría musical y teatral de Marianne Crebassa (Sesto). Impresionaron los galones de Willard White en su dignísima decrepitud. Y tuvo ángel la interpretación de Christina Gansch (Servilia), pero también es cierto que el reparto se resintió de la vulgaridad de su protagonista —Russell Thomas es un cantante valiente y abrupto— y que la dependencia de Peter Sellars con su ideal pedagógico de la fraternidad precipitó un reparto más propio de las Naciones Unidas que de un festival de gran vuelo: un tenor estadounidense, una soprano de Trinidad y Tobago, un bajo de Jamaica, una mezzo francesa, una soprano austriaca...
Babelia
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