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Columna
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Hacinamiento

La serie 'Marseille' muestra las intrigas de los políticos, las trampas de las que son capaces para mantenerse en el poder o alcanzarlo, pero los últimos capítulos da un giro hacia el melodrama

Ángel S. Harguindey

Marseille es la primera gran producción de Netflix en Francia. ¿Y quién es el actor francés más francés?: Gérard Depardieu. ¿Qué trama sería universalmente aceptada y entendida?: el poder sobre una ciudad, es decir, ganar unas elecciones en las que todo vale si el final es el triunfo.

Naturalmente los hechos que se describen nada tienen que ver con la realidad. El personaje del inmenso —física y artísticamente hablando— Depardieu  lleva 20 años al frente del Ayuntamiento de la segunda ciudad más importante de Francia. Gaston Defferre ocupó el mismo cargo durante 33 años, un socialista que no dudó en apostar por aumentar considerablemente su población: la inmigración de franceses afincados en Argelia y magrebíes en general lo explica. Ese aumento de población exige la construcción de barrios periféricos: es el imperio del cemento, de esa olla en ebullición que es la banlieue, y con ello del trapicheo de droga, las mafias y todo lo que conlleva el hacinamiento. La serie lo refleja sin edulcorar una realidad de políticos sempiternos y especuladores con amigos en el poder.

El espectador español, goza del privilegio de entender mejor que nadie los problemas de un partido en el poder al que se le descubren varios escándalos de financiación irregular, de facturas falsas y de tesoreros enriquecidos. La ventaja de la ficción es que los guionistas obligan a dimitir a los responsables de los escándalos. Marseille muestra las intrigas de los políticos, las trampas de las que son capaces para mantenerse en el poder o alcanzarlo y, sin embargo, en los últimos capítulos de los ocho que la componen da un giro inesperado hacia el melodrama, incluso el folletín. Las turbias maniobras de la política se entremezclan con hijos espúreos de amantes encarceladas en una deriva absolutamente innecesaria. Hemos pasado de la sobria Le mani sulla cittá, de Francesco Rosi, a El inocente, el desmedido ejercicio sentimental de Gabriele d'Annunzio.

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