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Baja al búnker y compra unos tomates

Mao Zedong mandó construir un refugio para defenderse de los rusos que ahora es un mercado

Macarena Vidal Liy

Coles a veinte céntimos el kilo, berenjenas a cuarenta, cebolletas casi por nada. Hu Xiao presume de sus buenos precios: “dé una vuelta y se dará cuenta”. No es nada fácil: a las dos de la mañana, día sí y día no, esta mujer de 30 años y la palidez de quien ve muy poco el sol está ahí, en su puesto de verduras, arreglando cada pieza; de modo que tiente el máximo a un posible comprador. Con dos niños pequeños enredando, su sudor le cuesta. Literalmente. Pese a sus ventiladores y su precario sistema de aire acondicionado, el mercado donde ofrece sus hortalizas, el de Hepingli, en el norte de Pekín, rezuma humedad y calor a ocho metros bajo tierra. Si Mao Zedong levantara la cabeza, se sorprendería de ver tanto trasiego por este subterráneo en busca del pescado más fresco y los fideos más finos: este túnel fue uno de los búnkeres que él ordenó construir en plena Guerra Fría, por si los rusos daban un susto.

Uno de los mercados que hay soterrados.
Uno de los mercados que hay soterrados.

Viendo los modernos rascacielos del barrio financiero de la capital china, o los hutong tradicionales, las callejuelas donde los pekineses de toda la vida han vivido durante generaciones, es difícil hacerse a la idea de que debajo de esta ciudad de 22 millones de habitantes hay otra subterránea, también de buen tamaño.

La que los pequineses de siempre conocen simplemente como “Xiadi Cheng”, o “Ciudad Subterránea”, comenzó a construirse en los años sesenta y se abandonó a principios de los setenta. Entonces, la amistad supuestamente inquebrantable entre los regímenes comunistas de Rusia y de China se rompía a ojos vistas, hasta el punto de que Mao veía el Moscú de Nikita Kruschev o Leonidas Breznev como un enemigo más peligroso que los Estados Unidos de Lyndon B. Johnson o Richard Nixon.

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Ante el temor de que el vecino továrich pudiera lanzar una invasión en toda la regla -o simplemente dejar como recuerdo unas nubes atómicas en forma de setas-, Mao ordenó “cavar profundamente, acumular alimentos, prepararse para un conflicto”. Y los pequineses le obedecieron. Se calcula que al menos 300.000 de ellos participaron en la excavación de una red de refugios antiaéreos que aún hoy agujerean todo el subsuelo del centro de la capital: 30 kilómetros de túneles y búnkeres, con una superficie total de 85 metros cuadrados, a una profundidad entre los 8 y los 18 metros. En muchos casos, horadados solo con pico y pala. Buena parte de las piedras de las impresionantes murallas de la ciudad, que el Gran Timonel también mandó derrumbar para dejar paso a una ciudad moderna (y fácilmente controlable, por donde pudieran pasar los tanques con comodidad en caso de conflicto civil o militar), acabaron como puntales bajo tierra.

La mayor parte de los tramos se completaron en etapas de apenas dos o tres años. Su objetivo era dar cobijo aproximadamente a la mitad de la población de Pekín, entonces de unos seis millones de personas. La otra mitad, en caso de ataque, debía huir por esos túneles y otros más antiguos hacia las Colinas Fragantes, las montañas al oeste de la capital y donde el régimen maoísta tuvo su primera sede en la ciudad antes de instalarse definitivamente en Zhongnanhai, los antiguos jardines palaciegos junto a la Ciudad Prohibida imperial.

Los ingenieros del régimen lo tenían todo previsto. Aquella ciudad subterránea no contaba solo con espacios para dormir y esperar a que escampara afuera. Con la posibilidad en mente de que la invasión, o los efectos del bombardeo, fueran para largo, los planificadores incluyeron de todo: baños, pistas de baloncesto, salas de cine y teatro, hospitales. Incluso, aprovechando la humedad y la negrura, se designaron áreas para cultivar champiñones que suministraran alimento fresco a la población retenida. Había pozos, sistemas de ventilación, trampillas de escape más o menos secretas, compuertas para contener las aguas en caso de inundación.

Aunque toda aquella infraestructura no se llegó a usar jamás. Al menos, no con los fines originales que tuvo en mente Mao. Tras su muerte y el fin de la Revolución Cultural, aquellos refugios se abandonaron gradualmente y cayeron en el olvido.

Parte de la red se fue deteriorando poco a poco, víctima de la negligencia, el tiempo y la humedad. Algunos trozos se reconvirtieron, de modo más o menos tolerado, en viviendas para los inmigrantes llegados del campo y que necesitaban encontrar acomodo barato. Aunque, teóricamente, esas viviendas son ilegales y muchas se han ido clausurando en los últimos cinco años, de cuando en cuando la Policía sigue descubriendo nuevos casos, incluso en complejos residenciales medianamente pudientes.

Otras áreas se transformaron de las maneras más imaginativas. Algunos refugios se convirtieron en teatros subterráneos; otros, en restaurantes. Cerca de la Ciudad Prohibida llegó a instalarse una discoteca, hoy desaparecida. Incluso, durante un cierto tiempo, en la zona de Qianmen, al sur de la plaza de Tiananmen, una empresa familiar organizaba visitas guiadas a los túneles.

El búnker que es hoy el mercado de Hepingli fue, durante una década, una pista de patinaje. Pero bien porque este deporte no es excesivamente popular en China, bien por la atmósfera ligeramente claustrofóbica o bien porque, simplemente, en Pekín los comercios tan pronto se abren como se cierran sin ninguna razón aparente, esa instalación se cerró. Su reconversión en un mercado de abastos es reciente: este verano ha hecho dos años.

Abarca, según los datos oficiales, un centenar de puestos de todo tipo; carne, verduras, pescado… Cerca de 8.000 personas lo visitan diariamente, aunque justo a la vuelta de la esquina hay otro mucho mayor y de gran solera, el de Dongdan, uno de los “cuatro grandes mercados” tradicionales de Pekín.

“Este es más barato. Hay lo mismo, y los precios son mejores. Es muy conveniente”, dice Shao, un jubilado de 67 años que reside en los alrededores y que se acerca cada dos o tres días a hacer la compra.

Aunque barato no quiere decir más cómodo. Una de las entradas se encuentra semiescondida en un aparcamiento. En el acceso principal, las instrucciones de qué hacer en caso de incendio, o cómo evitar inundaciones, no inducen exactamente a la tranquilidad. Zhang, uno de los vendedores de verdura instalado aquí desde hace dos años, se queja de que la humedad que se filtra a través de los muros, y que forma una película resbaladiza en el suelo, “se mete en los huesos al cabo de un rato”. Pese a los ventiladores y el aire acondicionado que suena a submarino, los olores son intensos y los pasillos, estrechos. La zona de carnicerías no invita precisamente a quedarse durante horas a charlar sobre el ser y la esencia.

O sobre el futuro de sus comercios. Según explica Zhang, el mes pasado los comerciantes recibieron un aviso de la concejalía del barrio. Como parte de la campaña de embellecimiento y de reducción de la población migrante procedente de otras provincias chinas que el Ayuntamiento de Pekín ha acelerado este año, el 8 de octubre, el mercado de Hepingli cerrará sus puertas. Los comerciantes tendrán que buscar otros locales, si los encuentran. O regresar a sus lugares de origen. “Yo aún no sé qué haré”, cuenta Zhang, encogiéndose de hombros. Quizá vuelva a su Anhui natal, en el sur.

¿No es una pena que una construcción con una historia tan peculiar quede abandonada? “Ya le darán algún uso”, cree el jubilado Shao. “Seguramente volverán a reconvertirla en otra pista de patinaje. Y si no es eso, será cualquier otra cosa”.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

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