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JOAN MATABOSCH | Director Artístico del Teatro Real

“En la ópera descubres que la arrogancia esconde inseguridad”

El gestor comenta la próxima temporada del coliseo madrileño y sostiene que ha de "realizar una aportación cultural de riesgo"

Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, el pasado jueves en Madrid.
Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, el pasado jueves en Madrid. Inma Flores
Jesús Ruiz Mantilla

Joan Matabosch (Barcelona, 1961) llegó un buen día a un Teatro Real en llamas y ha contribuido seriamente a apagar los incendios. Tampoco la falta de pasión puede considerarse algo que lo identifique. Es capaz de mantener durante horas discusiones encendidas, que suele acabar a carcajadas. Estos días, se le han helado con la barbarie que ha sufrido su ciudad. Creció entre libros, leyendas de divos y excursiones a templos wagnerianos. También supo perderse en el Paralelo barcelonés lo mismo que se atiborraba en el Liceu. Lee a destajo como buen hijo de padres coleccionistas de incunables. Y domina el arte de la risa, conjugado con sus pasiones por la música, el cine, el teatro, el arte, la literatura y la cocina. Un catalán que se ha puesto el mundo por montera y se harta de tender puentes entre la sima que hoy desguaza la línea Barcelona-Madrid. Fue director artístico del Liceu y hoy lo es del Real. Con eso, se lo digo todo.

Pregunta. ¿Recuerda una infancia sin ópera? ¿Cuál fue la primera?

Respuesta. Tuve mucha suerte. En mi infancia hubo mucha ópera, teatro, libros, música, danza, pintura y escultura. Algo de deporte, también, pero eso cuajó más en mis hermanos. Creo que mi primera ópera fue una discretísima Fedora (de Giordano), con un Giuseppe di Stefano crepuscular. Si, a pesar de todo, me despertó una profunda curiosidad, supongo que debía haber una cierta predisposición.

P. Sus padres han llenado varias casas de libros con una pasión: la bibliofilia. ¿Se puede crecer con naturalidad entre un ambiente así o trae alguna tara?

El Real existe para realizar una aportación cultural de riesgo extraordinaria para Madrid, y también, que ese objetivo inexcusable no deje de resultar una gran fiesta popular"

R. Lo viven con la máxima naturalidad, como debe ser. Uno se acostumbra a que no haya nada más apasionante que una crónica medieval, un incunable, un libro de horas o una encuadernación creativa; y a que se cuentan las horas que faltan para visitar una biblioteca privada con piezas únicas. No le veo el problema. Me parece una pasión tan natural como cualquier otra, y mucho menos dañina que muchas.

P. La pasión musical le llevó a ser director del Liceu. ¿Qué suponía para el niño y el joven que creció en esos palcos?

R. Nunca me planteé trabajar en el Liceu y, mucho menos, convertirme en su director artístico. Eso fue una iniciativa de Josep Caminal, director general a finales de los noventa, y de Albin Hänseroth, responsable artístico. Tuvieron que convencerme para entrar a trabajar, yo estaba encantado como crítico entonces. Me parece sorprendente lo mucho que me resistí, vistas las cosas desde la perspectiva actual. Tenían toda la razón. Trabajar junto a Caminal y Hänseroth fue un máster en gestión en una época conflictiva. Uno solo podía salir destrozado o coronado para aguantar lo que hiciera falta. Sucedió lo segundo…

P. Entre otras cosas, le convirtieron, en parte, en un maestro de la diplomacia. ¿Hasta qué punto el trato con los divos es un doctorado para luego torear en otros salones, desde la política a los que sueltan dinero para los patrocinios?

R. Agradezco el halago, porque nunca me he considerado especialmente diplomático. Tiendo a decir las cosas de forma muy clara, directa y contundente.

P. Puede haber mucha diplomacia al mostrarse contundente.

R. Cierto, tengo claro que para establecer un diálogo es imprescindible hacer el esfuerzo de sintonizar de alguna forma con los argumentos de la otra parte. Hay que empatizar siempre con la parte contraria. Dirigir un teatro tiene mucho que ver con esa habilidad de lidiar con grandes egos y talentos extraordinarios para construir un producto artístico. Pero este debe ser cualquier cosa menos una exaltación impúdica del ombligo.

P. ¿Hasta qué punto un teatro público debe ceder a los gustos del mainstream?

R. Se trata de un debate inútil porque lo que actualmente consideramos mainstream hubo un tiempo en que se tachó de atrevida novedad. Y si finalmente se impuso en el repertorio fue gracias a que el teatro hizo lo que tenía que hacer: programarlo y defenderlo para lograr que se convirtiera en parte del repertorio. En la actualidad, cuando elegimos algo que puede considerarse arriesgado, no hacemos más que programar los títulos de los años futuros. La clave, por tanto, no es ceder, sino adelantarse al mainstream.

P. En ese sentido, se ha decantado más por el riesgo en la temporada del centenario que por lo previsible, ¿ha predominado en usted ese instinto de querer ir por delante?

R. Me he decantado por poner el acento en la renovación. Puede que alguien considere eso un riesgo en una institución como el Real. Es posible que así sea, pero también supone una responsabilidad inexcusable, sobre todo en una temporada en la que los objetivos artísticos y culturales de la institución tienen que presidir su discurso con la mayor contundencia posible.

P. La balanza entre títulos que se verán por primera vez y propuestas más trilladas gana en lo primero. ¿No teme a los recalcitrantes?

R. Es cierto que más de la mitad de los títulos programados van a acceder por primera vez al escenario del Teatro Real, Y no precisamente contemporáneos, caso de Lucio Silla, de Mozart. Pero sí de Dead Man Walking, de Heggie, Street Scene, de Kurt Weill, Gloriana, de Britten, Die Soldaten, de Zimmermann y El pintor, de Colomer. Pero hay que recordar que la temporada también acoge algunos de las creaciones más populares del repertorio: Carmen, Aida, La Boheme… Es decir, que el Real existe para realizar una aportación cultural de riesgo extraordinaria para Madrid, y también, que ese objetivo inexcusable no deje de resultar una gran fiesta popular.

P. ¿En qué ha beneficiado a la ópera bajarles los humos a las estrellas, sean cantantes, directores de escena o musicales? ¿No ha desarrollado esto un divismo de los gestores desde los despachos, caso de su antecesor, Gerard Mortier? ¿Sufre usted de esto?

R. El trato diario y cotidiano con personalidades muy fuertes y a veces muy egocéntricas invita a un ejercicio muy sano: descubrir que detrás de la arrogancia casi siempre se esconde, simplemente, inseguridad. Ésta, desde los despachos, no merece un análisis muy diferente. A mí estas cosas me inspiran ternura y un punto de ironía.

P. Fue crítico, ¿se arrepiente?

R. Desde luego que no. Todos somos tenemos un pasado. Y haber visto las cosas desde los dos lados de la barrera ayuda mucho a contemplar con una infinita consideración la naturaleza humana, su vanidad, su atrevimiento, su escasa generosidad, su ingenuidad, su vacío… No hay como haber pecado para contemplar al pecador con ojos llenos de misericordia. Por lo demás, basta con que uno se repita de vez en cuando las palabras de Séneca: “La ceniza es obra de un momento; la selva, de años”. Optar por contribuir a hacer crecer la selva ha sido una decisión muy gratificante.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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