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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Basilio Martin Patino, el pulso emotivo de la historia

Difícil asumir la partida de quien ha entregado tanto a la historia del cine y que retorna en cada uno de sus planos

El director Basilio Martín Patino, en la Puerta del Sol de Madrid durante el 15-M.
El director Basilio Martín Patino, en la Puerta del Sol de Madrid durante el 15-M. David Panizo
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Difícil asumir la partida de quien ha entregado tanto a la historia del cine y que retorna en cada uno de sus planos. En las últimas semanas el cineasta de la memoria española Basilio Martín Patino -Lumbrales (Salamanca), 1930- ha pasado por otro difícil laberinto que lo ha llevado a despedirse en su larga enfermedad con el mismo silencio y la atención tenaz con que montara sus películas, seguro de haber tenido la fortuna, en este mundo tan ajeno a la armonía, de haber logrado dar forma a sus sueños, transmitiéndonoslos con fuerza poética y dimensión ética. Pero siempre con el murmullo de sus Canciones: aquellas emocionantes de posguerra (Miguel de Molina en la memoria) que se impusieron a los himnos y que él empezó a recordar en los años sesenta con la escritora Carmen Martín Gaite y recuperó ayer mismo junto con su mujer y dos amigos sin que se le pasara un sustantivo.

Su labor de director de cine lo ha llevado por medio mundo (Venecia, Aichi, Shanghái, Montpelier, Munich, Hamburgo, Nueva York, Atenas…) recibiendo, sin tomarlo demasiado en serio, homenajes y premios internacionales en festivales y academias cinematográficas como los recibidos en España (San Sebastián, Huesca, Centro de Arte Reina Sofía, Academia de Cine, Círculo de Bellas Artes, Universidad de Salamanca…). La dulce mirada irreductible penetró minuciosa en las incertidumbres del siglo XX, entregando su vida a observar a los contemporáneos de manera obstinada con el fin de rescatar la parte oscura de nuestra historia, y encontrando el sentido de su vida desde el vapuleado cine español.

Obcecado por apurar en su incansable trabajo cada uno de los segundos de la existencia española comienza en las remotas Conversaciones de cine de Salamanca (1955) y cierra con el documental más reciente titulado con el verso de arranque del poema de Agustín García Calvo, que lo ha precedido, Libre te quiero (acerca del 15-M de 2011) rodado al calor del acontecimiento inaugural más impactante de los últimos años con la música y voz de Amancio Prada.

Una cuarentena de títulos, alguno de ellos con la colaboración de su hijo Pablo Martín Pascual y otros codo con codo con el cineasta-hermano José Luis García Sánchez, se han ido sucediendo con implacable constancia desvelando la otra cara de lo real: ensayos audiovisuales, cortos, documentales con y sin carga de ficción, con cimas como Nueve cartas a Berta (1966), Canciones para después de una guerra (1971), Caudillo (1974), Los paraísos perdidos (1985), Madrid (1987), La seducción del caos (1991), Octavia (2002), demuestran que el cine de Martín Patino supera el desorden del mundo y el desgaste del tiempo. En esta aventura le acompañaron, sucesivamente, los actores Emilio Gutiérrez Caba, Elsa Baeza, Carlos Estrada, Lucía Bosé, Charo López, Paco Rabal, Adolfo Marsillach, Miguel Ángel Solá, Rüdiger Volger, Verónica Forqué, y muchos otros.

Ordenó vivencialmente las miserias creadas por el poder de aquel franquismo que conoció en la Salamanca de su infancia siendo él hijo de un entorno católico ilustrado, pero consciente de alterar la química de aquella pompa autoritaria que detestaba en lo más hondo de su ser. Labró como un orfebre cada una de las imágenes de esa nueva corte de los milagros solidificada por el tiempo dándole nueva hechura crítica, plano a plano, partitura a partitura, extrayendo la materia prima de los objetos que formaban parte del deshecho de la posguerra y sus largas secuelas. Con esta extracción de mineral imaginario Martín Patino recuperaba la emoción que la historia reciente nos había sustraído y que estaba pendiente de un moroso rescate.

En su registro lírico tanto elabora diálogos sentimentales nuevos destinados a la generación del medio siglo, como psicoanaliza la práctica amorosa inaplazable de los años sesenta bajo el contexto del dolor pendiente en el proceso colectivo de un país que no termina de librarse de fantasmas pasados. Contempló el horizonte de la Transición con ojos descreídos de extranjero ayudado por los versos de Dante o Hölderlin y la cantata escénica de Carl Orff, pero también como niño de Lumbrales, entre orquestinas de chotis y copla. Y será fiel al territorio sin fronteras de Salamanca o de Madrid en clave mítica, y del Berlín de antes y de después del muro: mirada sin límites donde todo espacio se hace suyo y la pupila sube y baja por los distintos tiempos.

Lo conocí en persona, de compañero de mesa redonda en los años ochenta en Bolivia en un coloquio en La Paz sobre la Transición española ante estudiantes universitarios de alta combatividad, proclamando con voz rumorosa que hay que organizarse contra todas las dictaduras, incluidas las de extrema izquierda que tenía delante; seguimos en un coloquio con el mismo tema en la Universidad católica de Santiago de Chile pinochetista y al rato presentar sin autorización su película Caudillo en el cine Normandía de Santiago, él avalado por su negra capa española; y ahí mismo lo vimos lanzar un alegato contra la censura, a sabiendas de que podíamos ser interrumpidos en cualquier momento por los “milicos”. Pero crecido junto a los líderes sindicales y los partidos de oposición que lo aclamaban, repitiendo con ejemplos diversos que los artistas saben burlar las leyes de censura por puro instinto de sus creaciones. Porque en España ya se había hecho.

Igualmente lo contemplo en acción en Berlín oriental sosteniendo un pulso con las autoridades de la gerontocracia ortodoxa que presidían el foro de debate, a cuenta de la libertad de la cultura y, luego, informar a nuestra traductora, convencida, de la farsa de los regímenes autoritarios. Aquellas noches de muro me convocaba a alcanzar un sótano de la avenida Unter den Linden de la entonces frontera comunista donde acababa de descubrir una discoteca de jóvenes disidentes que bebían, discutían de política y cantaban como si se hallaran en la Comuna de París, con los que conversábamos cada noche del sueño de la reunificación alemana mientras nos invitaban a brindar por la caída del muro que tocábamos con las manos. Esa experiencia límite, en contrapunto con la escritura de mi libro Dresde gestado al mismo tiempo, lo llevó a él a buscar un protagonista alemán, Rüdiger Volger para la película Madrid, un entorno germánico para Octavia y una reflexión contemporánea acerca del papel del arte y sus mecenas complicados en la Europa actual.

En algunos de sus rodajes últimos me llevó, entre otros amigos, a compartir como extra algunos planos. Era evidente que su preocupación por el cambio español se había ensanchado en los últimos tiempos mientras dejaba aparecer con fuerza al intelectual libertario del que nunca abjuró. Los viejos registros magistrales que desarrollara en Canciones…y Caudillo tomaron forma nueva en la serie posterior Andalucía: un siglo de fascinación, al que pertenecen Ojos verdes o El grito del sur. Casas Viejas. Sin tabúes que lo frenaran, optaba por temas más o menos arriesgados que le golpeaban la cámara y el guion, como de hecho también sucedió con algunos de sus compañeros de oficio, (Víctor Erice, Manuel Gutiérrez Aragón, Juan Antonio Bardem, José Luis García Sánchez, Andrés Linares..) . Martín Patino no se rindió ante los obstáculos, sino que los manejaba como parte de una tragicomedia que antes de degenerar en épica retornaba al guiñol, oficio propio de un anarquista convencido que siempre salía por peteneras, es decir, por la música medular, por el zurcido de imágenes más impactante. Esa pureza disidente ya la había demostrado de joven negándose a recoger el título de filólogo de Salamanca, ciudad natal con la que mantuvo querencias y distancias estratégicas, antes de ser su amor postrero. Disidencia en lo público y lo privado es su aviso a tres generaciones de españoles para cuando pretendan interpretar el pasado.

Al salir de un rodaje y transmitir el montaje de lo rodado, Basilio Martín Patino recurría a la jugada del niño que acaba de reparar en el juguete roto de un rincón para recomponerlo con otra identidad en otra dimensión excitante y verosímil, tanto o más que el original. Así volcó en la mesa de montar su capacidad desmitificadora, reinventada en el proceso de fascinación, y su mirada fragmentaria cobró pulso y ritmo rastreando el mundo que se venía abajo, y del que él era testigo y sujeto paciente, con resistencia de granito. Aun así, siempre manifestó que su proceso no era el de historiar, sino el de ayudar a realizar el viaje colectivo a través de una representación de la materia inerte que cobraba vida en el proceso creador de las imágenes liberando una parte de la secreta vida de todos.

Pasado el tiempo, realizó su diagnóstico sin dejar la cámara. Sabía que venía otro invierno equivalente al que templó su mirada, pero no se contuvo, expresando que aunque hoy una gran parte de los creadores trabajan, por fuerza mayor o por inercia, para el escaparate, con nuevos riesgos como el de la falsificación y la impostura, al menos, con la nueva cantera de “productos” se puede comparar lo último que aparece y que nos llega a través de cualquier vitrina o página digital nutriendo las estadísticas posibles. Y encontró el hilo que le condujo a las asignaturas pendientes: Espejos en la niebla, de pura cepa salmantina, y la apuesta en sesiones de veinte horas diarias en la Puerta del Sol por el movimiento del 15-M en el que se hallaba también su hija Teresa: lo que se llama un cierre delegado.

Se nos ha ido sereno en una noche que se parece a la de mayo de la copla del Madrid de posguerra con la que él contribuyó, entre otras melodías, con imágenes poderosas a aliviar las heridas de la memoria colectiva española, sin aceptar más agradecimiento que poner al respetable, con ojos y con voz, y mano a mano, en la misma obra.

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