El puente sobre el río Kwai que nunca existió
El Ferrocarril de la Muerte de Birmania cruzaba 600 viaductos construidos con sangre
Si el puente de Remagen ya no existe, el no menos célebre y legendario sobre el río Kwai que todos tenemos en la cabeza —aderezado con los marciales silbidos de la Marcha del coronel Bogey— no existió nunca. Eso no quiere decir que no se lo pueda visitar. Ya sé que suena raro, pero así es.
El puente sobre el río Kwai, de la película de 1957 de David Lean del mismo nombre, premiada con siete Oscar es, en realidad, una ficción imaginada por el autor de la novela en que está basado el filme, el francés Pierre Boulle. Nunca hubo tal puente en concreto, objeto de la pugna entre el coronel japonés Saito y el testarudo teniente coronel británico Nicholson. Pero el deseo de los muchos admiradores de esa película, una de las mejores del cine bélico de todos los tiempos, consiguió materializar el puente. Sobre el río Kwai (Khwae en tailandés) no se conservaba ninguno que pudiera identificarse plenamente con el cinematográfico, en cuya búsqueda iban los viajeros, lo que indicaba que ahí había negocio, así que en un notable ejercicio de empirismo turístico, el Gobierno tailandés decidió, en 1960, que dado que sí existía un bonito puente de la Segunda Guerra Mundial en Tamarkán, sobre el Mae Klong, pues se cambiaba el nombre del río por el de Kwai, y todos tan contentos. Espero no estar dando pistas a Arran para que ahora en una acción turistófila nos monte un comando como el de William Holden y Jack Hawkins de la película y nos vuele el puente.
Ese puente de 346 metros que el viajero puede ver en cómodas excursiones desde Bangkok sobre el rebautizado Kwai, en las cercanías de Kanchanaburi, es uno metálico que los japoneses se trajeron de Java. Durante la guerra coexistió con otro de madera construido a mano por los sufridos prisioneros del cruel Ejército nipón, que estaba a unos quinientos metros de distancia y se parecía más al de la película y al de nuestra imaginación. Ambos fueron bombardeados y hundidos por la aviación británica en 1945, pero solo el metálico (numerado 227) volvió a reconstruirse.
Pierre Boulle, nacido en 1912 en Aviñón, lo que quizá le predispuso a los puentes, fue un reconocido autor de novelas (incluida El planeta de los simios, en la que se basó la película). Tuvo su primer gran éxito con Le pont de la rivière Kwai (1952), convertido en best seller internacional, sobre todo a partir de la traducción al inglés que le hizo el ex mayor de comandos británico Xan Fielding, gran amigo de Patrick Leigh Fermor, a su vez también excomando y amigo mío: lo que me da otro nexo con el puente del Kwai, aparte de haber sido el feliz poseedor de niño de la inolvidable maqueta a escala de Jecsan y las figuritas de plástico a juego de prisioneros en harapos. Fielding y Paddy no podían sino identificarse con Shears y Warden, los comandos enviados a destruir el puente.
El propio Boulle había sido agente secreto de la Francia libre en Singapur e Indochina antes de ser atrapado por la policía de Vichy y condenado a trabajos forzados en el Mekong, experiencia que utilizó para su novela, trasladándola a la construcción de un puente sobre el Kwai (para acabarla de liar, resulta que hay dos ríos Kwai, que confluyen, el Kwai Yai y el Kwai Noi). Dado que no había estado en la zona y viendo en el mapa que la vía férrea transcurría junto al río, pues puso su puente en él y tan tranquilo. Aunque luego hubiera que mover el Kwai para que todo coincidiera.
Boulle no molestó solo a los geógrafos puntillosos, sino al Ejército británico, algunos de cuyos mandos consideraron que el retrato del ficticio Nicholson era ofensivo para sus tradiciones y valores. Es verdad que primero el tipo parece admirable en su valor y tesón, pero luego se le va la olla al decidir que va a construir el puente del ferrocarril para demostrar la superioridad técnica y moral (y racial) de sus hombres. El verdadero teniente coronel al mando de los prisioneros que construyeron los puentes de Tamarkán, Philip Toosey, se cabreó y dijo que ni él ni ningún soldado británico colaboraron jamás con los japoneses en la línea férrea, sino que muy al contrario hicieron todo lo posible siempre para retrasar las obras, incluso poniendo termitas en el puente (el de madera, imagino).
Los japoneses tampoco quedaron contentos y recalcaron que sus ingenieros eran muy buenos y no habían necesitado de ningún europeo que les diera lecciones. Cómo los japoneses, que se comportaron atrozmente en la vía en una verdadera orgía de brutalidad y bushido y todavía ni se han disculpado, se ven capaces de reivindicar a sus ingenieros es para mí un misterio.
El puente sobre el río Kwai —la novela y el filme— se basa en hechos reales. La construcción del llamado Ferrocarril de la muerte, tramo de 415 kilómetros (entre Banpang y Thanbyuzayat), incluidos numerosos viaductos y puentes (más de 600), para completar la vía férrea de Bangkok a Rangún y servir de arteria terrestre (más segura que la marítima) para el transporte de tropas y suministros al Ejército Imperial japonés que había invadido Birmania. La línea se acabó antes de lo previsto y funcionó muy bien: los trenes llevaron 500.000 toneladas de material y dos divisiones enteras, y varios vagones de esclavas sexuales para los soldados. Los japoneses emplearon mano de obra forzada para la ímproba tarea de crear la vía, que requería abrirse paso a través de la selva virgen, repleta de alimañas y peligros (como si no fueran suficientes los propios guardias japoneses y sus secuaces coreanos). Más de 60.000 prisioneros aliados y 180.00 civiles asiáticos, especialmente tamiles malayos, padecieron lo indecible en condiciones inhumanas, soportando hambre, enfermedades, palizas y humillaciones continuas; 12.000 de los primeros y la mitad de los segundos murieron en lo que está considerado uno de los crímenes de guerra del Ejército japonés. Allí no había convención de Ginebra que valiera, ni de tintorro, como dijo Gila.
Tras la guerra, la línea construida con tanto dolor fue abandonada, y la selva recuperó lo que era suyo. Hoy algunos tramos se han reabierto para el turismo. “De sueños imperiales y hombres muertos, solo la alta hierba quedó”, escribe Richard Flanagan en la que es una de las más poderosas evocaciones de aquel episodio, su novela El camino estrecho al norte profundo (Random House, 2013).
Entre los testimonios del Ferrocarril de la muerte es especialmente destacable el del soldado del Leicerstershire Regiment (los famosos Tigres) Reg Twigg, capturado tras la caída de Singapur en 1941, que sufrió tres años de esclavitud en la construcción y mantenimiento de la línea férrea junto al Kwai. Escéptico, poco amigo de la autoridad (dijo que él no vio trabajar a ningún oficial, excepto a los abnegados médicos) y un superviviente nato que era un hacha cazando lagartos para añadir un poco de sustancia a la magra ración de un bol de arroz al día, Twigg escribió Survivor on the River Kwai, unas apasionantes memorias publicadas en 2013, dos semanas después de su muerte, a punto de cumplir los cien años.
Su relato recoge con todos los espeluznantes detalles lo que fue aquello del Kwai, muchísimo peor de lo que nos contaron Boulle y Lean. Prisioneros convertidos en esqueletos humanos idénticos a los de los campos nazis, liquidación sistemática de los demasiado débiles para trabajar, atroces castigos corporales, disentería, cólera, malaria, úlceras… Twigg estuvo en los peores escenarios de la línea, de Tamarkan —allí trabajó en los dos puentes, con el agua al cuello— y Tarso (Nam Tok) a Konyo, en el quinto ídem, y Hellfire Pass, donde los forzados murieron como moscas. Vio cómo decapitaban a un prisionero con una catana, a otro ahogarse en la mierda desbordante de las letrinas, vio crecer las cruces en la jungla a lo largo de la vía del diablo, mientras esta avanzaba, raíl a raíl, y a los japoneses comerse a su propio mono mascota. Recibió palizas de guardias salvajes como Silver Bullet o Konyo Kid (ejecutado tras la guerra), sufrió picaduras de escorpión, padeció beriberi, trabajó codo con codo con elefantes, y hubo de aguantar (lo justo) los avances de un soldado japonés que le decía que tenía "buen cuerpo".
“No éramos héroes y algunos ni siquiera podíamos recordar que habíamos sido soldados”, escribe Twigg, que añade: “Cuando moría un compañero, un poco de ti moría con él cada vez”. No hubo más épica que la de la supervivencia y el aguante aquel tiempo terrible en las orillas fangosas del Kwai.
Voladura en Ceilán
El puente sobre el río Kwai no se rodó en el río Kwai, ni siquiera en las cercanías de donde se desarrolla la historia, sino en Ceilán (la actual Sri Lanka). Sobre el río Kelani, en Kitulgala, se construyó el característico puente de madera que Shears (William Holden) trata de volar mientras Nicholson (Alec Guinness) intenta enajenadamente impedírselo. El puente acabó saltando por los aires tras varias vicisitudes y lo hizo ante el primer ministro de Ceilán y otros dignatarios que no quisieron perderse el espectáculo. La secuencia tuvo su momento Peter Sellers, al chocar antes de entrar en el puente el tren que debía pasar en el momento de la explosión. Hubo que repararlo y esperar al día siguiente para la voladura. Hoy de ese puente de mentirijillas sobre el río Kwai (pero el que todos conservamos en la memoria), reducido a palillos, no quedan más que los cimientos sumergidos de los pilares. Y seguramente también, bajo el agua, los restos de la locomotora y los vagones: por si alguien muy fan se anima a ir allá. La película tiene varias diferencias con la novela, en la que Shears es británico y no estadounidense, el puente no se derrumba y Nicholson no exclama, recuperando en el último momento la cordura, "¡qué he hecho!". Guinness trató de hacer su personaje atractivo, en contra del guión y las órdenes explícitas de Lean. Boulle recibió el Oscar al mejor guion adaptado (con un lacónico "merci") aunque en realidad era obra de Carl Foreman y Michael Wilson, que no podían firmarlo al estar en la lista negra de Hollywood.
Babelia
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