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Cuando Picasso quería ser Goya

El malagueño realizó durante la Segunda Guerra Mundial una serie de descarnados bodegones inspirados en los que el aragonés pintó durante la ocupación napoleónica

Javier Rodríguez Marcos
'Bodegón con costillas, lomo y cabeza de cordero', pintado por Goya entre 1808 y 1812.
'Bodegón con costillas, lomo y cabeza de cordero', pintado por Goya entre 1808 y 1812.Museo del Louvre

Hace 80 años, en 1937, con España en plena Guerra Civil, el Museo del Louvre compró un lienzo de Goya de 45 × 62 centímetros, algo más que este periódico desplegado. Se titula Bodegón con costillas, lomo y cabeza de cordero y el título no miente. El cuadro formaba parte de una serie de 12 bodegones de formato similar fechados por el artista aragonés entre 1808 y 1812, es decir, durante otra guerra, la de la Independencia. Imposible no comparar el cuerpo despedazado de los animales con los cadáveres humanos de los Desastres, estampados en la misma época.

De aquella docena de naturalezas muertas se conservan diez, dos de ellas en el Museo del Prado, que en 1900 pagó 3.000 pesetas (18 euros) por cada una. Según los expertos, su entrada en una de las mejores colecciones del mundo supuso la salida a la luz de la hasta entonces poco conocida producción de Goya en un género —el bodegón— no siempre bien valorado pese a contar con campeones como Sánchez Cotán o Zurbarán. Aunque algunos lo han comparado con el impresionante Buey desollado de Rembrandt, también expuesto en el Louvre, es fuerte la tentación de pensar que el sanguinolento cordero goyesco no es más que el Agnus Dei de Zurbarán pero despellejado, la versión gore del borreguito del Norit.

'Naturaleza muerta con cráneo de oveja' (1939), de Picasso.
'Naturaleza muerta con cráneo de oveja' (1939), de Picasso.

Como el mercado artístico casi nunca se mueve por amor al arte, aquella compra del Prado hizo que otros bodegones de Goya se pusieran de inmediato en venta. El propio Louvre adquirió el suyo en la galería de Paul Rosenberg, marchante de Matisse, Braque y Picasso. Allí lo vio el pintor malagueño, que trató sin suerte de comprarlo para la pinacoteca madrileña, de la que había sido nombrado director por la República. Fue, recordemos, el año en que pintó el Guernica. Dos más tarde, perdida la guerra y con su famoso mural embarcado en una gira mundial de propaganda, el artista deja París y se refugia en Royan, en la costa atlántica. Llegó el 2 de septiembre de 1939. Un día después estalló la Segunda Guerra Mundial. Semanas más tarde puso su firma en un lienzo titulado Naturaleza muerta con cráneo de oveja. “Goya comenzó algo que yo he terminado”, dijo. No es raro que uno de los propietarios de ese cuadro, el crítico y coleccionista Douglas Cooper, hablara de él como de “mi goya”.

De Cooper sabemos más de lo que resulta decoroso gracias a las memorias de su amante, John Richardson, redactadas bajo un título que tampoco miente: El aprendiz de brujo. Picasso, Provenza y Douglas Cooper. Aunque el subtítulo podría haber sido otra frase suya —“demasiada fondue, demasiados klees”—, el libro de Richardson retrata a un Cooper erudito que, 13 años mayor, le repele físicamente, a un Henry Moore sin imaginación y a un Picasso que necesita “desesperadamente” admiradores que alimenten su ego. Entre los más cercanos de esos admiradores figuraron Cooper y Richardson, convertido en biógrafo de referencia del genio español.

Es Richardson el que recuerda en su biografía que ya en la época barcelonesa de Els Quatre Gats se hablaba de Picasso como de le petit Goya. Lo hace para recordar el miedo de le petit Goya a caer bajo el hechizo de le grand Goya, de cuya sombra solo pudo escapar cuando aprendió a beneficiarse de ella “sin que se notara”. Es decir, cuando acertó a contraponer tragedia y farsa, erotismo y escatología para lograr un efecto subversivo, político. Según su implacable biógrafo, solo cuando empezó a pintar el tema de la guerra mantuvo Picasso cierta cautela hacia su compatriota: “En el Guernica se esfuerza por guardar claramente la distancia entre sus visiones y las de su gran predecesor acerca de la España destrozada por un conflicto bélico. Sin embargo, en su Masacre de Corea (1951) comete el error de querer avivar una imagen trillada con el mágico fuego de Los fusilamientos del tres de mayo”. Con el tiempo, no obstante, será total la reconciliación: “Las pinturas negras, con la presencia obsesiva de la muerte, que el viejo y cada vez más sordo Picasso se encierra a pintar en Notre Dame de Vie, son una respuesta perfecta a las macabras Pinturas Negras que el viejo Goya, privado ya del oído, produjo en su no menos idílico retiro de la Quinta del Sordo”.

'Tres cabezas de cordero' (1939), de Picasso.
'Tres cabezas de cordero' (1939), de Picasso.Museo Reina Sofía

Naturaleza muerta con cráneo de oveja —una quijada que grita al lado de un costillar— forma parte de una serie de huesos de animales pintados por Picasso en Royan. Cuando él terminaba con ellos se los comía su perro, Kazbek. A esa serie pertenece también Tres cabezas de cordero, un bodegón que integra ahora la colección del Museo Reina Sofía. Allí puede verse estos días dentro de la exposición que conmemora el aniversario del Guernica. De todo hace ya 80 años.

El aprendiz de brujo. Picasso, Provenza y Douglas Cooper. John Richardson. Traducción de Fernando Borrajo. Alianza, 2001. 363 páginas. 29,90 euros.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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