El mejor país para ser escritor
La rica y menuda Noruega es modélica en la protección del escritor y la industria del libro. A las ayudas para promocionar la creación se suman el IVA cero para el libro de papel y el precio fijo
Si Noruega, con sus gestionables cinco millones de habitantes, sus productivas reservas de petróleo y su devoción por la cultura, no es el mejor país de Europa para ser escritor, al menos, tiene las condiciones para serlo:
—Un autor emergente puede soñar con vivir solo de la literatura porque las becas-sueldo del equivalente a 25.000 euros anuales son una realidad que no se da con cuentagotas.
—Un escritor consagrado, pongamos Karl Ove Knausgård, el autor de la saga Mi lucha (Anagrama), también puede ser beneficiario, y lo ha sido, de las ayudas —de hasta el 50%— que concede el Gobierno a través de Norla (Norwegian Literature Abroad) para la traducción de libros escritos en noruego: 499 a 46 lenguas en 2016, entre ellos, la cuarta entrega del rey de la autoficción al español y al catalán.
—Publicar resulta menos arriesgado que en otros países. El Estado tiene un programa de adquisición de libros para las bibliotecas, único en el mundo por su dimensión, por el que compra, por ejemplo, cada año 773 ejemplares del 85% de los títulos de ficción y 1.550 de los de literatura infantil y juvenil, cuando la tirada media ronda los 2.500 ejemplares.
—Los libros de papel están libres de impuestos —una rareza que en Europa solo se reproduce en Reino Unido, Irlanda, Albania, Ucrania y Georgia— e impera un sistema de precio fijo, similar al de países como España, Francia y Alemania, por el que no puede rebajarse el coste de los ejemplares hasta mayo del año siguiente a su publicación.
Jostein Gaarder: “Estamos exportando literatura. La calidad es muy alta y en parte se debe al apoyo del Estado”
—La escrupulosa gestión de los derechos de autor por préstamos bibliotecarios y por copias privadas, y la educación, que ha hecho que la piratería no sea allí un problema, garantizan que cada cual cobre lo que es suyo.
—La fiscalidad de la cultura está bonificada y, como en Alemania, Austria, Portugal o Italia, se permite al escritor jubilado cobrar los royalties de sus obras sin tener que renunciar a la pensión, al contrario de lo que ocurre en países como España, Irlanda o Malta.
—Y lo más importante, que explica lo anterior: existe un respeto reverencial por la cultura y el creador. Y esa veneración tiene en una de las naciones más ricas del mundo una traducción económica (1.440 millones de euros para cultura en 2017; 85,6 millones para el sector del libro) que apenas se ha resentido durante la crisis y un impacto en el desarrollo del talento patrio y su expansión por el mundo.
“Noruega está exportando literatura. La calidad media de las letras del país es muy alta y creo que se debe en gran parte a ese apoyo que ha prestado el Estado durante muchos años”, resume Jostein Gaarder.
Hace no tanto, en los noventa, cuando el escritor dio el campanazo con El mundo de Sofía (Lumen) —que lleva ya más de 40 millones de copias vendidas— y amplió las fronteras de la literatura noruega, la presencia de autores del país en las librerías extranjeras no era más que una exótica anomalía, como corresponde a una nación con menos población que la Comunidad de Madrid. Eran internacionalmente conocidos Henrik Ibsen, uno de los padres de la dramaturgia moderna, y por supuesto el polémico Nobel y colaborador de los nazis Knut Hamsun, autor de la aclamada novela Hambre. Poco más.
Hoy, solo tres décadas después, Noruega ya no solo vende fuera a sus clásicos y a sus firmas de novela negra y aventura, vende al exterior mucha y muy variada literatura. Knausgård es la gran estrella. Pero no está solo. Dag Solstad, ganador este año del premio de la Academia Sueca, el pequeño Nobel, y Kjell Askildsen, maestro del relato breve, son mundialmente conocidos y reconocidos. Igual que Per Petterson, Linn Ullmann, Jo Nesbø; el dramaturgo Jon Fosse; Maja Lunde, en boca de todos por su Historia de las abejas (Lumen), o Maria Parr, la nueva Astrid Lindgren, que acaba de publicar en España Tania Val de Lumbre (Nórdica).
Las letras de esta monarquía parlamentaria parecen vivir así una nueva edad de oro, que tiene su gran manifestación en su elección como país invitado de la Feria del Libro de Fráncfort 2019. Y debe dar gracias por ello a la profunda crisis que atravesó en los sesenta, en vísperas de descubrir que, además de en pescado, era rica en petróleo (1969) y de rechazar por primera vez en referéndum (1972) su ingreso en la Unión Europea (UE). En una nación lectora, muy lectora —el 90% de la población lee al menos un libro al año, con un promedio de 16 títulos, frente al 60,6% que lo hace en España—, en una nación con una gran tradición de narradores y un sólido sistema de bibliotecas, apenas emergían nuevos genios literarios y los títulos interesantes eran cada vez un bien más escaso. Y el culto Reino de Noruega, uno de los países más felices, seguros y desarrollados del mundo, no se lo podía permitir.
“Era una situación muy seria para un país tan pequeño como el nuestro con una lengua territorialmente tan limitada”, explica Oliver Møystad, responsable de Ficción de Norla, en la sede del organismo en Oslo. “Había miedo de que pudiera desaparecer si no se hacía algo para potenciar la literatura, que siempre se ha considerado fuente de renovación y transmisión del idioma”. Así que para revitalizar las letras en noruego y esquivar la presión del imperialismo cultural anglófono, el Gobierno socialdemócrata de la época estableció un formidable programa de compra masiva de ficción contemporánea para las bibliotecas públicas que, con el tiempo, se ha ido ampliando —hoy también se concede a no ficción para adultos, ficción y no ficción infantil y juvenil, ficción traducida y novela gráfica— y que, a juzgar por la información que aporta Ingeri Engelstad, directora general de la editorial Oktober, ha logrado sobradamente el objetivo perseguido: “En los sesenta salían solo uno o dos escritores debutantes al año. Ahora más de 60”, apunta. “En Suecia y Dinamarca hay proporcionalmente menos porque no pueden arriesgar tanto”, añade Møystad.
Su repercusión también ha sido capital en la industria. “Económicamente es de gran importancia”, continúa Engelstad. “Permite a los editores apostar por escritores desconocidos y publicar un mayor espectro de géneros y expresiones literarias”. 35 títulos de su sello, todos menos uno de su catálogo de ficción de 2016, pasaron el filtro de calidad del comité que decide las adquisiciones. El Gobierno, últimamente cuestionado por vender su transformación verde mientras autoriza sondeos de crudo, les compró 24.605 copias de papel y 2.450 licencias de e-books por los que Oktober recibió el equivalente a 828.000 euros, el 60%. El 40% restante se lo lleva el autor, que, además, solo por haber sido seleccionado cobra más por derechos de autor (20% si escribe ficción) que si no lo hubiera sido (15%).
Maria Parr: “Ha habido gran solidaridad de anteriores generaciones para que el capitalismo no gobierne todo”
Este programa al por mayor, en el que el Gobierno se gastó el año pasado 13,8 millones de euros, es la joya de un sistema patrocinado por el Estado con la cooperación de la industria y solidariamente respaldado por los superventas del país. El Ejecutivo del país, con una renta per capita de 69.300 dólares (59.000 euros) en 2016 y una tasa de paro en junio del 1,9%, subvenciona a quienes se aventuran por el camino de la escritura y también a los autores consagrados —en 2017 concedió solo a escritores de ficción para adultos 125 ayudas por valor de más de 2,5 millones de euros, según datos de Richard Smith, responsable del secretariado del programa de ayudas para artistas—. Pero también lo hacen las asociaciones de escritores. Y si pueden repartir cuantiosas becas para que un autor investigue, viaje o pueda dejar su trabajo para dedicarse en exclusiva a escribir un libro es porque sus fondos colectivos se nutren de derechos de autor por préstamos de libros (en 2016 el Gobierno pagó 11,6 millones de euros por este concepto a los autores) o copias realizadas en universidades, empresas… (la entidad de gestión Kopinor distribuyó más de 21 millones de euros entre el colectivo). Y los que más aportan son los que más venden.
Ida Hegazi Høyer, que ya va por su sexto libro, se ha beneficiado dos veces del sistema. Ha recibido hasta la fecha dos becas: una de tres y otra de dos años. Solo ha consumido la primera y ya ha recibido el Premio de Literatura de la UE en 2015 por Perdón (Nórdica). Cobra 25.000 euros anuales. “Hay quien protesta porque las becas sueldo le parecen demasiado bajas, dado lo cara que es aquí la vida, pero vivir de tu arte no es un derecho humano. Somos los escritores más afortunados del mundo”, defiende. Maria Parr incide en la misma cuestión: “Ha habido una gran solidaridad de generaciones anteriores a la mía que han logrado privilegios para todos para que no todo esté gobernado por el capitalismo. Deberíamos tener cuidado de no perderlos”.
En el sector, que lucha por el IVA cero para los e-books (está en un 25%), ha habido cierta preocupación de que los paradigmas del singular ecosistema literario pudieran venirse abajo. La cultura siempre ha sido un asunto público y el actual Ejecutivo, de corte liberal, ha defendido y defiende un modelo mixto público-privado. El programa de compra de libros para las bibliotecas no está en cuestión, pero se teme por otros pilares del sistema que están regulados por acuerdos entre los agentes del sector, como el precio fijo o los contratos estandarizados por los que los autores inscritos en las asociaciones de escritores (que son prácticamente todos), se llamen Nesbø o sean debutantes, cobran el mismo porcentaje de derechos de autor.
Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN y antes primer ministro del país, se saltó las reglas del juego cuando en 2016 negoció condiciones privilegiadas con el sello Gyldendal para escribir sus memorias y puso en su contra a todo el sector. Estaba en su derecho, no pertenecía a ninguna asociación de escritores, pero se juzgó una actitud muy incoherente para alguien que había sido líder del partido socialdemócrata y adalid de la solidaridad.
“Esperamos que haya un cambio de Gobierno con las elecciones de otoño. Estamos haciendo lobby para lograr una ley del libro que asegure el precio fijo y los contratos estandarizados”, dice Trond Andreassen, secretario de Asuntos Exteriores de la Asociación noruega de Escritores de No Ficción y Traductores. “Es importante defender el sistema que tenemos, que creo además que está más allá del coste”, tercia Gaarder. “He ganado fuera mucho dinero que luego ha revertido en Noruega: más de 10 millones de euros en impuestos. En cierto modo el sistema, que es generoso, se paga a sí mismo”.
La globalización ha dejado poco espacio para comparar las leyes de propiedad intelectual y las políticas de protección al escritor y la literatura en Europa. Los modelos se asemejan, aunque cada país destaca por algo y se distingue por su mejor o peor aplicación. Francia se tiene como modélica por su respeto a la entidad del escritor; Irlanda, como paraíso de la fiscalidad —ningún creador, ni U2, tributa por sus obras—; los nórdicos, por la promoción de la cultura. Y, en concreto, Noruega, donde la ostentación es pecado y la modestia se ejerce como gran virtud, puede presumir de tener un sistema que permite que un autor que no sea superventas persiga su sueño. No es una quimera. En el país de los fiordos se puede vivir de la literatura sin ser comercial.
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