NAAFI: la fiesta de los otros
Un grupo de dj's mexicanos no para de girar por el mundo con una explosión de sonidos bastardos
“Es como muy gueto, del barrio. Casi no hay fresas [pijos] que te hagan sentir incómoda, porque a ellos no les importa la música y lo único que quieren es coger [follar]”, dice apurando un canuto Vanessa, 21 años, que ha tardado más de una hora en llegar en coche hasta el casco viejo de la capital desde el Estado de México. “Esto es mejor que en Barcelona, la gente baila más, es más latino, más desinhibido”, dice Kylee, un chico negro de Arkansas estudiante de Ciencias Políticas. Para Carlos, 24 años, camiseta de rejilla sin mangas y gorro rojo con forma de cono a lo David el Gnomo, “es una fiesta de nicho. Me gusta porque se siente muy sexual. Huele a hormona ahí abajo”.
Ahí abajo hay una fiesta NAAFI, las noches que le están dando la vuelta a la escena electrónica de Ciudad de México.
De la periferia al centro. De pinchadas en cantinas cochambrosas y salas clandestinas, a festivales como el texano South by Southwest, Art Basel Miami, Sonar Barcelona, Nueva York, Tokio o Seul. Del machismo a lo queer. Del derecho de admisión y los clubes privados para gente guapa (y blanca), a la comuna sudorosa de piel mestiza y sonidos bastardos. La noche como el laboratorio arty de las políticas de identidad.
Una línea de bajo gordísima y un bombo sincopado retumban por las paredes. Un chico con pelo cortado a cacerola y camisa abierta perrea duro y de espaldas contra otro chico en tirantes rosas, cabeza rapada y botas militares. El sonido es áspero, oscuro y sinuoso. En el cogollo de la pista, la única luz es una señal fluorescente: salida de incendios. Una chica negra, con unas piernas kilométricas entubadas en unos pantalones palazzo rojos que parecen sacados de Studio 54, flexiona las rodillas y cuando ha bajado casi hasta el suelo, se sujeta el mentón con la mano y hace un escorzo con la cabeza: está bailando vogue, un estilo que nació en los guetos del Harlem de los setenta.
NAAFI es una batalla contra la cultura club del Ciudad de México dirigida por chicos de fuera de Ciudad de México. Dos oaxaqueños y un mexiquense de 30 años raspados. Nombres civiles: Alberto Bustamante, Tomás Davó y Lauro Robles. Nombres de guerra: Mexican Yihad, Fausto Bahía y Lao. El NAAFI, acrónimo de Navy Army Airforce Institutes, era la rama del ejército británico encargada del ocio de los soldados durante las expediciones coloniales. “Era el bar, el supermercado, la cafetería –explica Bustamante unos días antes de la fiesta– Se nos hacía muy chistosa la idea de un club militar. Sobre todo cuando llegamos a la ciudad y nos dimos cuenta que la escena electrónica era extremadamente clasista, bastante aburrida y muy aspiracional”.
En la mastodóntica capital mexicana –casi 9 millones sin contar periferias– la oferta club no es tan amplia, los aforos no son tan grandes –no existe como en Brasil un Green Valley para 8.000 personas– y siempre hay colas en la puerta, aunque dentro el local esté medio vacío. Las políticas de admisión van más o menos así: si es un grupo y no hay chicas, no entra. Si no conoces a nadie dentro, no entras. Si no le gustas al de la puerta, no entras.
Cuanto más oscuro el ambiente, más divertida, permisiva y promiscua es la fiesta
Para NAAFI, sin embargo, todas y todos son soldados rasos. “Desde que empezamos hace siete años casi no hemos cambiado: no hay dresscode, no hacemos diferencia de precio entre hombres y mujeres. El cadenero te catea a la entrada pero no tiene más poder. Y dentro, la sala apenas está iluminada, para que la gente pueda desinhibirse completamente. Cuanto más oscuro el ambiente, más divertida, permisiva y promiscua es la fiesta”. La pista de baile como espacio de sociabilidad y de seguridad.
Hay algo de punk y de pop en todo esto. Más que un sonido –sus producciones son una batidora de dembow, trance, industrial, grime, dancehall, tribal, reggaeton–, NAAFI son una comunidad ética y estética, un grupo de afinidad donde también caben fotógrafos, artistas plásticos o diseñadores de moda además de los más de 20 djs, desde argentinos a puertorriqueños, que han lanzado desde su sello en estos siete años. Y como en el pop, tienen sus fetiches y quieren sonar bien. Desde hace cuatro años los tres fundadores viven de esto y prohíben a los djs con los que trabajan pinchar con laptop. “Siempre con mesa. Es una manera de potenciar la calidad y el talento. Hay que tener cierta malicia con las máquinas”.
La revista Vice ha dicho que “están redefiniendo el sonido de la nueva generación de música electrónica de la capital”. Pitchfork, la biblia indie, los define como un fenómeno “permeable y mutante”. Han pasado de la obsesión por los ritmos africanos, a curar las escenas fronterizas mexicanas o investigar en lo panamericano.
Ya están en el radar de los medios de moda y las grandes marcas han empezado a tantearles. “Nos han hecho ofertas en EE UU –explica Bustamante– para pinchar en fiestas con palmeras y maracas. ¡Qué chingados es eso! Nos resistimos a ese cliché latino, que es un producto de la mirada gringa”. Saben que forman parte de una tendencia global y conocen la inercia de la industria: fagocitar y domesticar la expresiones marginales. Justin Bieber canta reggaeton y Despacito es la canción más reproducida en Youtube. “Por suerte –dice Davó– nuestra fiesta sigue siendo demasiado rara en un país tan aspiracional como México. No hay espacio para que llegue un cabrón, pida una botella y se siente en un privado con sus amigos”.
Durante su fiesta, una chica en sujetador de encaje blanco y minifalda de bailarina espera a que le sirvan una bebida apoyada en la barra. Un borracho se acerca demasiado y le dice algo al oído. Ella primero aparta la cabeza como si le rondara un mosquito, y después le coloca la palma extendida de la mano enfrente de la cara. El borracho capta el mensaje, agacha la cabeza y se retira.
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