El siglo de oro del cómic español
La explosión creativa de la novela gráfica conquista espacios antes vedados al tebeo
La hija del librero mallorquín Leonardo Sainz coleccionaba tintines. Cuando el librero editó una revista, Nosotros somos los muertos, su hija Ana sucumbió ante una estética que no entendía: el underground. Luego llegaron de la mano la adolescencia y el manga; y más tarde Bellas Artes y descubrimientos gráficos como Felipe Almendros. Meses después de la muerte del librero mallorquín, su hija Ana se refugió en Alemania para aprender técnicas de grabado. A la vuelta escribió y dibujó una historia, parcialmente autobiográfica, que arrancaba en el mismo punto en el que había perdido a su padre. La tituló Chucrut. Con un rotulador naranja y bolis de tinta negra, trenzó un relato que exorcizaba el duelo y aprovechaba un tren (el premio internacional de novela gráfica Fnac-Salamandra Graphic, que ganó en 2015).
Ana Sainz, que firma Anapurna (Palma, 1990), ha logrado que su primera obra se haya traducido al francés. Un hecho que habría resultado exótico en los días en que leía a Tintín. Y de eso, francamente, no hace tanto.
Un año referencial fue 2007: se creó el Premio Nacional y se publicaron ‘Arrugas’ y ‘María y yo’
Sin embargo, parece otra era. Como cada boom tiene su burbuja, en aquellos noventa se enterraba el fenómeno del cómix de adultos. Antes, con el franquismo racionando el entretenimiento, había arrasado el tebeo infantil, que acabaría desplazado por la tele. Así que, como afirma el guionista y crítico Santiago García en Spanish Fever (versión en inglés de Panorama, su antología sobre novela gráfica española, que aspiró a un Eisner), “si me hubieran preguntado en 1997, habría dicho que los cómics españoles estaban muertos y nunca regresarían”.
Más que regresar, se han transformado. Otro boom que tendrá acaso su burbuja dentro (entretanto disfruten de la música). Una fiesta creativa e intergeneracional, empujada por pequeñas editoriales sin pasado, nuevas tecnologías y estímulos internacionales como Persépolis, Blankets o Fun home. “Nunca antes, ni siquiera en los ochenta o noventa, ha habido tanto talento de autor, y no me refiero a mano de obra trabajando para la industria extranjera”, opina Jaume Bofill, director de Reservoir Books, el sello de gráfica que ha relanzado a Carlos Giménez, el visionario que se adelantó décadas a hacer memoria y crítica armado de viñetas (Paracuellos), y que pertenece a Penguin Random House, la primera editorial literaria que olfateó las nuevas posibilidades del tebeo y a la que secundarían, entre otras, Salamandra, Roca o Nórdica. “Aparecen escuelas de cómic, está Internet, viajar es fácil, y de tanto autor con afición, salen algunos muy buenos”, reflexiona Rafael Martínez, que fundó Norma hace tres décadas.
Otro cómic era posible. El que se parece a cualquier otra novela, pero no es solo una novela. El que se parece a un libro ilustrado, pero no es solo un libro ilustrado. El que puede contarlo todo (desde la bulimia de Yo, gorda a la crónica periodística de Los vagabundos de la chatarra). El que lo mismo revive la revolución y represión asturiana en 1934 (La balada del norte) que indaga en la rabia de la generación que intuye que el futuro tal vez sea un mito (El mundo a tus pies). En definitiva, el que penetra en cualquier universo: adolescencias de navaja afilada, fantasías futuristas, ensayos sobre el aquí y el ahora, gestas mitológicas, urgencias sociales, ficciones noir, memorias de perdedores, crisis de identidad… El que, además de reír, puede hacer llorar. El que da al lector un arsenal de sensaciones similar al de una serie o una novela.
Y si alguna duda persistía sobre el exceso de optimismo, desde fuera del mundillo ayudan a despejarla. Se traducen más obras españolas que nunca. Se organizan exposiciones en museos (el IVAM le ha abierto las puertas de par en par). Las librerías generalistas venden cómics y la prensa (no solo especializada) habla de ellos. Se adaptan al cine. Quienes gestionan el legado de Hugo Pratt han elegido a Rubén Pellejero y Juan Díaz Canales (artífice a su vez, junto a Juanjo Guarnido, del fenómeno internacional Blacksad, una producción francesa) para revivir a Corto Maltés. Aunque para contener el entusiasmo, conviene aclarar que, salvo excepciones, las ventas son modestas. “Ahora hay más oportunidades para publicar, pero para vivir del cómic te tienes que ir fuera”, puntualiza Susanna Martín, dibujante de Alicia en el mundo real (Norma). Kiko da Silva, autor de El infierno del dibujante (Dibbuks) y fundador de la escuela de cómic O Garaxe Hermético, tiene otra visión: “Aquí tampoco nadie vive sólo de la literatura. Uno hace cómics porque necesita contar historias”.
Hay un año referencial: 2007. Ocurren algunas cosas. El Ministerio de Cultura crea el Premio Nacional de Cómic, que se estrena distinguiendo a un viejo rockero, Max, por las historietas de Bardín, el Superrealista (La Cúpula). Miguel Gallardo publica María y yo, donde cuenta unas vacaciones con su hija autista, con un trazo minimalista que atenúa la crudeza. Paco Roca relata la vida de un enfermo de alzhéimer en Arrugas. Aunque ambos ya habían publicado novelas gráficas — Gallardo, leyenda del underground por Makoki, fue un precursor de la memoria histórica con Un largo silencio en 1997—, estas se convierten en fenómenos comerciales, con versión cinematográfica incluida.
Detrás de ellos está Astiberri, una editorial creada en 2001 en Bilbao por Fernando Tarancón y Jesús Serrano, a partir de la librería Joker. “Teníamos el pequeño problema de los bilbaínos. Empezamos a pensar que aquí no se hacían las cosas tan bien como en Francia. Hasta 2000 apenas había editoriales independientes, aunque el fenómeno surge gracias a la tecnología, que te permite editar desde casa”, recuerda Tarancón. Al principio se conforman con traducir y, poco a poco, abren su catálogo a proyectos originales como la tetralogía Los viajes de Juan Sin Tierra, a partir de las experiencias del dibujante Javier de Isusi en América. “Lo que había sido el modus operandi de los noventa, el formato grapa, no nos interesaba nada. Era perecedero, sin durabilidad. Nos gustaba el formato libro de L’Association [editores de David B., Marjane Satrapi, Joann Sfar o Riad Sattouf]. Queríamos llegar a un público generalista y creíamos que había que hacerlo con un producto digno”.
Hacen llorar, además de reír. Dan al lector un arsenal de sensaciones similar al de una serie o una novela
Porque los lectores también habían cambiado. Antes los adultos leían tebeos por “nostalgia”, ahora “porque la lectura les resulta tan apetecible como la última novela de Paul Auster”, compara Santiago García en Supercómic (Errata Naturae). Pese a ello, el mercado español es débil. Y hay quien explica la efervescencia creativa por esta fragilidad. Como se vende y se paga poco, se constriñe menos. Pero Jaime Martín (Barcelona, 1966), que publica con la francesa Dupuis desde 2004 y que acaba de ganar el Premio a la Mejor Obra de Autor Español en el Salón de Barcelona por Jamás tendré 20 años (Norma), discrepa: “Yo siempre he hecho lo que he querido hacer”. Con tres décadas de historial, incide en un paradoja: “Para el lector es una etapa fabulosa porque hay más editoriales, se edita con más calidad y los temas son muy variados, pero los autores siguen estando mal”. Los franceses pueden multiplicar por 10 el anticipo de una novela gráfica en España. “Y no es porque los editores aquí sean tacaños, es porque el mercado es el que es”, aclara Martín, que contrasta las tiradas iniciales de sus libros en Francia (11.000) con las de España (2.500). Digamos que hay una edad de oro para el lector y una edad de hielo para el autor.
La opinión de Pablo Auladell (Alicante, 1972), último premio Nacional de Cómic por El paraíso perdido (Sexto Piso), es aún más cruda: “Las editoriales ofrecen una grandísima variedad de títulos, pero eso significa también que no apuestan por ninguno ni arriesgan. Muchos autores noveles no publicarán más que su debut”.
Conxita Herrero (Barcelona, 1993) ya lo ha hecho con Gran bola de helado (Apa Apa). Nació casi cuando se desvanecía el anterior fenómeno gráfico: “Tanto el talento de la gente como la calidad de las historias son altísimas, pero si la precariedad en que vivimos no mejora, terminará por deshincharse”. Y este boom tendrá también su burbuja.
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