Folk de una noche de verano
El sexteto estadounidense Fleet Foxes, con una actuación espesa, marcó el cierre del barcelonés Vida Festival
¿Era una iglesia? ¿Una reunión de seres espirituales en el preámbulo de la meditación? ¿Una colonia de amantes de la naturaleza huidos a un refugio bucólico alejado del ruido y la angustia? ¿Un coro de catecúmenos? ¿El club de los vegetarianos melódicos? Nada de eso, eran los estadounidenses Fleet Foxes echando el cierre al tramo noble de la tercera y postrera jornada del Vida Festival en Vilanova i La Geltrú (Barcelona). Sus espacios han recibido este año cerca de 33.000 visitas, lo que comienza a hacer más que fiable un proyecto que arrancó hace cuatro años y que fundamenta parte de su oferta en ofrecer un entorno que tiene un punto de Fleet Foxes: campas, bosquecillos, una masía tocada por el romanticismo y árboles más viejos que el propio folk. Todo encajaba.
El grupo entendió pronto la sintonía entre el espacio y su música, y a las primeras de cambio ya estaban loando el lugar, el festival, el país y la audiencia. Si llegan a saber que el mar estaba a escasos kilómetros también habría habido parabienes para los calamares. Mientras, el público iba apagando sus conversaciones para dejarse enredar por las armonías vocales del sexteto, pese a que no comenzó a mostrar físicamente su satisfacción hasta Grow Ocean, superada una entrada con las piezas, aún poco reconocidas por la audiencia, de su nuevo disco. Un aire sonoro de granja mística bañaba la campa mientras el escenario se mantenía escasamente iluminado, como si el grupo quisiese decir que allí la música era lo más importante. Algunos niños, este año ha habido bastantes en el festival, dormitaban en el suelo acunados por aquella suerte de nanas sin vocación de serlo, mientras sus padres aprovechaban para bajar, un poco, la guardia y entregarse a la música mientras se miraban como cuando no había niños.
Y a lo largo de la hora y media de actuación de Fleet Foxes quedó claro que al menos en el Vida el público no acabó de entrar en el nuevo repertorio, solemne y planeador, deseando la concreción de las piezas antiguas, que tienen más asideros en los que prenderse. De entre las nuevas, sólo temas como On Another Ocean generaban suficiente empatía como para que se percibiesen reacciones físicas entre la audiencia, muy dada a las conversaciones. Suerte que Mykonos, He Doesn’t Know Why y White Winter Hymnal mantendrían el tono y el público se reconocería en ellas. Aún con todo, incluso a pesar de Blue Ridge Mountain o la final Helplessness Blues, el final del concierto dejó menos público frente al escenario del que lo había comenzado. Y es que la música de Fleet Foxes, sin canciones lineales, llenas de coros que suspenden la progresión de las composiciones, lentas, que no retenidas, parecen dar un tono solemne y circunspecto a una música que como el folk, no lo es. Es así una especie de folk poco dado a la celebración, estilizado, ¿intelectualizado?, que en justa correspondencia con los tiempos recibe muestras de adhesión en forma de alegres emoticonos, distribuidos por el público cuando su satisfacción lo requería. Folk pastoral, alegría digital, niños durmiendo en una noche de verano y bosques. El Vida volverá el año que viene.
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