_
_
_
_
sillón de orejas
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mi orgullo, por los suelos

La próxima vez, o me fugo, o me adapto al medio saliendo de una vez del armario

Manuel Rodríguez Rivero

1. Dientes

Cuenta la pequeña historia de la Historia que mientras el general Hideki Tojo (1884-1948), uno de los mayores criminales de guerra del siglo XX, estuvo detenido en espera de su ejecución, Jack Mallory, el dentista militar encargarlo de aliviarle un dolor de muelas, aprovechó para grabarle clandestinamente en uno de sus dientes postizos y en código Morse la infamante sentencia Remember Pearl Harbour. Tojo —que para muchos japoneses sigue siendo un héroe nacional y es venerado como tal en el tranquilo, muy visitado y muy polémico santuario de Yasukuni-Jinja, en pleno centro de Tokio— fue la quintaesencia del militar villano japonés (el dibujante Boixcar los reflejó, con su punto de racismo, en los tebeos de Hazañas Bélicas, allá por los cincuenta y sesenta). Tojo no fue precisamente un dechado de ternura: entre sus proezas se cuenta la devastadora invasión de Manchuria y la fascistización (estilo japonés) del país durante los años en que fue primer ministro, en los que dio rienda suelta al militarismo, a la eliminación de toda disidencia, al empleo de armas químicas y biológicas, al asesinato sumario, a la tortura, a la conversión de las supervivientes enemigas en putas para el disfrute sexual de su ejército. Me he acordado de la anécdota odontológica porque quizás, un poco frívolamente, me decida a pedirle a mi dentista que me grabe en mis implantes, pero en la parte más visible, “Recuerda el Orgullo”, para que nunca olvide el error cometido no largándome de mi casa durante estos largos, exhaustivos, monotemáticos, interminables 10 días de fiesta LGTBIQ (y, pronto, del resto del alfabeto), atestados de multitudes (hasta a Walt Whitman le habrían agobiado), banderines multicolores y “oportunidades de negocio”. Y es que vivo en el centro de Madrid y, aunque hasta hace poco creía que la peor tortura que podría depararme la vida cultural era permanecer atado a un poste mientras sonaba continuamente Leningrado, una de las últimas canciones de ese orgulloso heterosexual que es Joaquín Sabina (que no se enfade: algunos de mis mejores amigos también lo son), hoy creo que preferiría sufrir aquella ordalía sonora a pasar otro Orgullo en Madrid. Y es que aquí y ahora, todo, absolutamente todo es LGTBIQ, incluido el aire que respiro: los programas de la tele, incluyendo historia, espacios didácticos y rescates cinematográficos tipo Philadelphia, de Jonathan Demme (lástima que a ninguna cadena le diera por rescatar esa joya arqueológica que fue Diferente —1962—, de Alfredo Alaria); los museos (el Thyssen de Guillermo Solana —bueno, y también de Tita—, que ha emplumado —de “pluma”— a Tiépolo y a otros maestros de su colección; el Prado con su itinerario impostado para atraer la “mirada del otro”; el Museo de Artes Decorativas con el Queer Cabinet de David Trullo); la cartelera teatral; los conciertos, las revistas y diarios, los suplementos literarios (a mi amigo Luisgé le faltó citar el ensayo Corydon, de Gide, que tanto nos gustó). Hasta la estupenda exposición Una habitación propia, dedicada a la estancia de Lorca (y sus amigos y algún novio) en la Residencia de Estudiantes (1916-1936), donde hubo en tiempos mucho “tomate”, llega en el momento LGTBIQ oportuno. De modo que no hay escapatoria. La próxima vez, o me fugo, o me adapto al medio saliendo de una vez del armario, pero no pienso quedarme otra vez aquí, viendo cómo todo pasa ante mis ojos y mi orgullo queda por los suelos.

2. Gráficos

De nuevo, excelente cosecha de literatura gráfica. En primer lugar, dos reediciones notables. Nórdica recupera, casi un cuarto de siglo después de que le fuera encargado por la Diputación de Sevilla como catálogo de una exposición dedicada al mito griego, las estupendas Órficas, de nuestro amigo Max, con maravillosos dibujos y textos propios y ajenos (incluido el libreto de L’Orfeo, de Monteverdi). Más acorde con el ambiente del World Pride está la reedición (en La Cúpula) de Anarcoma, la emblemática transexual justiciera y reivindicativa de Las Ramblas, inventada a finales de los setenta (con múltiples influencias, desde Genet hasta Tom de Finlandia) por el gran Nazario, que consiguió reflejar en las aventuras de su personaje (y de sus amigos y oponentes, dotados de enormes pollas y demás atributos sexuales) todo el mundo reprimido y (entonces) marginal de lo que sería LGTB. Por último, Jorge Herralde, demostrando que los viejos rockeros de la edición nunca mueren (solo se adaptan), inicia en Anagrama una colección gráfica (Contraseñas Ilustradas), saliendo del armario (literario) con un número uno imprescindible: Casi todo Baxter, del cartonista británico Glen Baxter, quien, además de un genio, es uno de los más conspicuos cultivadores del nonsense (en la estela de Edward Lear) y del surrealismo gráfico de las últimas décadas.

3. Contraculturas

¿Fue usted revolucionario/a entre 1968 y 1978 y conserva aún el corazón en la izquierda? Sé que es difícil, pero no del todo imposible. ¿Quiere usted averiguar qué se hizo de aquel entusiasmo que creía que iba a lograr asaltar los cielos? ¿Votó en algún momento por siglas de partidos malditos y poco proclives al “pacto con la burguesía”? Si es así —o si, aunque sea mucho más joven, está interesado por lo que pasó y por cómo hemos llegado a donde estamos—, no se pierdan Culpables por la literatura (Akal), de Germán Labrador Méndez, el mejor ensayo histórico-político que he leído en muchos años sobre la contracultura política y cultural de entonces, antes de que la Constitución de 1978 y la movida madrileña (y sus secuelas) llegaran poniendo orden y, hala, chicos, a tranquilizarse que se acabó la grande fête y mañana madrugamos.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_