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Palinodia

La relectura de un autor es una reflexión madura sobre algo que nos produjo fuerte impacto de inescrutada significación latente

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Un infante amable y, por tanto, fácil presa del manto protector de las mujeres, pero escurridizo, sin dejarse atrapar en exclusiva por ningún regazo. Un adoptivo. Así me imagino la figura del escritor Rainer María Rilke (1875-1926), según la versión que de él hace otro poeta, el polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945) en Releer a Rilke (Acantilado). La relectura de un autor es una reflexión madura sobre algo que, en años mozos, nos produjo fuerte impacto de inescrutada significación latente. Este impulso rememorativo se tiñe además de un acento marcadamente autobiográfico cuando, como es el caso, un poeta añora lo que supuso la inesperada revelación de otro poeta. Paseaba el todavía joven estudiante Zagajewski por una anodina calle provincial de la Polonia comunista con un ejemplar de Elegías de Duino, de Rilke, cuando la lectura de unas mágicas frases de La primera elegía hizo que la calle desapareciese de repente y se evaporasen los regímenes políticos, o como literalmente escribe: “… El día se volvió intemporal, me topé con la eternidad y la poesía despertó”.

Volviendo sobre el aspecto de equívoco pueril desamparo de Rilke, creo que a la vocación poética le corresponde ahondar sobre la reminiscencia de la infancia, entre otras cosas porque etimológicamente este último término procede del latino “infans”, que significa el que no es capaz de hablar, justo lo que ha de hacer el auténtico poeta: que ha de desaprender la lengua para hacerse otra que se ajuste mejor a su personal e intransferible medida. En este sentido, la poeta canadiense Anne Carson (Toronto, 1950), en el prólogo de su libro Autobiografía de Rojo. Una novela en verso (Pre-Textos), afirma que lo esencial de la poesía se basa en la creación de adjetivos, pues si los nombres nombran el mundo y los verbos los activan, los aleatorios adjetivos en apariencia de inocente superfluidad “son responsables de sujetar cada cosa de este mundo a su lugar en su particularidad”. “Son”, añade, ni más ni menos, “los pestillos del ser”, la llave que abre sus encerrados secretos. También esta además experta filóloga clásica nos aclara que etimológicamente “palinodia” procede del griego y significa “volver a cantar”, pero que asimismo cabe interpretar el término como un “contracanto”, una suerte de desmentimiento de lo antes dicho.

Esta capacidad de desmentirse para reinventar lo consabido es un privilegio que comparten los niños y los poetas, ambos empeñados en descubrir los misterios que encierra el decir, descerrajando, si es preciso, sus pestillos. Es lo que hace Zagajewski en su vibrante ensayo de relectura de Rilke, cuya deslumbrante iluminación se compendia en una sola frase: “Rilke era un elegante signo de interrogación en el margen de la historia”.

Ahí está, en efecto, la clave de lo poético: la palinodia como contracanto, palpar con un solo adjetivo innovador el latido del cosmos.

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