El camino del guerrero
Fandiño fue un torero a contracorriente, un “sacerdote” cuyos últimos tuits se leen con sobrecogedor valor premonitorio
“Que se den prisa, que el cuerpo se me escapa”. Así agonizaba Iván Fandiño sobre la arena. Así le confiaba al compañero Thomas Duffau la sensación de abandono. Se le escapaba el cuerpo al maestro vasco. Se le escapaba la vida. Y la escena de los toreros llevándolo a la enfermería parecía una “pietà” de oro y de sangre. No se lo podía creer Jarocho, plata de ley, salario del miedo, contrariado otra vez en las circunstancias de apremiar el traje deshabitado de un compañero exánime. Ya le había tocado hace menos de un año trasladar el cuerpo de Víctor Barrio al hule. Se le repetía la escena con una crudeza insoportable. Y se demostraban inútiles las cadenas de oro y las vírgenes, las plegarias de la capilla. Dios no podía apiadarse del sacrificado. Es la regla de la eucaristía. Ya le llegará la resurrección a Fandiño. No para que la disfrute su familia, sino para convertirse en estatua de bronce, en calle de Bilbao, en avenida de Orduña, en héroe de un misterio cuya coreografía es idénticamente cruel al mito grecolatino: el toro debe morir, el héroe puede morir. Y Fandiño lo sabía.
De otro modo, no estaría su cuerpo cosido y recosido de cornadas. Ni iluminaría una lámpara de aceite la habitación del hotel. Poco importa creer en Dios. Importa saber, aprender, hasta donde alcanza el tributo de sangre. Y no hay plaza pequeña ni toro misericorde. Fandiño ha muerto en la orilla del Adour. Que significa destino en su etimología primitiva. Y que reviste de fatalidad la trayectoria de un torero oscuro, obstinado, curtido a contracorriente.
Porque los toreros no nacen en Orduña. Ni debutan en Llodio. Los toreros vascos aparecen en “La Traviata” de Verdi, pero son un exotismo en la idiosincrasia del Mediterráneo. Iván Fandiño no tenía nombre ni de torero, pero torero ha sido. No ya de los valientes ni de los mártires, sino de quienes mejor comprendieron la dedicación, la entrega y la vocación sacerdotal. Hay un concepto japonés que lo define, bushido, el camino del guerrero.
Cuántas horas de soledad en el campo. Cuántas faenas de salón. Cuántas heridas. Cuánta paciencia en las tapias de los tentaderos. Y cuántas razones para confiar en sí mismo. No van a respetar en Twitter su duelo ni su cadáver porque las moscas todavía revolotean en la memoria de Víctor Barrio, apurando la gangrena, pero impresiona leer los últimos mensajes que escribió el propio Fandiño. Parecen la narrativa de una premonición.
El último de ellos es un crespón negro dedicado a la memoria de Adrián, el chavalillo que devoró el cáncer y que los toreros adoptaron como símbolo de su resistencia: “DEP, Adrián. Las personas pasan, los hechos permanecen, y tu fuerza es un ejemplo”. Podría ser su propio epitafio, pero tanto valdrían los mensajes que escribió antes de ese homenaje.
-“Nadie encuentra su camino sin haberse perdido varias veces”.
-”A veces, no hay próxima vez o segundas oportunidades. A veces es ahora o nunca”.
Ningún torero quiere morirse, pero todos los toreros están dispuestos a hacerlo en una plaza. Y mejor jóvenes que decrépitos. Y no para resucitar en estatua de bronce ni en letanía de historiador agorero, sino para darle el último sentido al coloquialismo, ya ven, de jugarse la vida. Todo al negro. Todo.
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