La heredera de la ginebra Seagram que marcó la historia de la arquitectura
Montreal se rinde a Phyllis Lambert, icono de la protección de edificios ignorados, que cumple 90 años
El edificio emblemático de la arquitecta más importante de Montreal no está en la ciudad, sino en Nueva York, y ni siquiera es suyo, sino de Mies van der Rohe, quien –ante las autoridades americanas– no era arquitecto. Tampoco llevan la firma de Phyllis Lambert (Montreal, 1927) otras rotundas contribuciones suyas a la arquitectura: mansiones levantadas años antes de que ella naciera, casas pintorescas en el barrio de Milton Parc en cuya construcción nada tuvo que ver o una sinagoga en El Cairo con más de mil años. Y, sin embargo, cada uno de esos edificios está en deuda con ella.
Este domingo, a sus noventa años, clausura una exposición antológica que ella misma ha comisariado como modo de ensartar sus peripecias vitales. Se ha valido de la sede del Centro Canadiense de Arquitectura (CCA), otra de sus obras. Bien, este edificio imponente tampoco es suyo, pero sí la idea y su fundación. Ni mármol ni cristal, fue puro empeño con lo que levantó el CCA como un parapeto blanco para proteger la ciudad de la horrenda autopista que en este punto la separa del río San Lorenzo. Así, de paso, envuelve y conserva una preciosa mansión segundo imperio que, a golpe de talón, Lambert salvó de los bulldozers. Y es que el CCA encarna dos marcas de serie de la arquitecta: el afán por recopilar el saber y la protección del patrimonio.
Activista, conservacionista, apóstol de la arquitectura como propuesta teórica además de práctica, al concederle el león de oro de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2014, Rem Koolhaas la coronó así: "Los arquitectos hacen edificios, pero Phyllis Lambert hace arquitectos".
Esa frase jamás se habría pronunciado si Phyllis hubiera confiado su destino al designio del dinero. Lo más probable es que su nombre quedara en el de una heredera segundona de una de las familias más ricas de Montreal, dueña de las destilerías Seagram, de las que sale la ginebra del mismo nombre y el wiski 100 Pipers.
Pelo corto, traje negro
Hay que imaginarse a Phyllis esquivando ese futuro, huyendo de los Dior y los Chanel de su madre y dando un portazo en su mansión forrada de terciopelo color borgoña para orearse en Nueva York, primero, y luego en París. "No podía vivir en la misma ciudad que mi padre, tenía demasiado poder", confesó en un documental sobre su vida, Citizen Lambert.
Phyllis Lambert rechazó una propuesta de rascacielos de Frank Lloyd Wright: "Yo creía que pertenecía ya a otra época"
Hay que ver a Phyllis a principios de los cincuenta cortándose cada vez más el pelo, repudiando la pompa en favor de sobrios trajes negros que invocaban sin quererlo la figura de un vecino de su barrio de Westmount, Leonard Cohen. Hay que recordar a la joven respondona coleccionando todos los dibujos técnicos y maquetas de arquitectura que caen en sus manos, sobre todo grabados y fotografías con los que los antiguos viajeros trasladaban el exotismo de las ruinas clásicas a quienes jamás las verían en vida. Lambert andorrea por las calles cámara en mano. Su mayor pasión nace al fotografiar edificios, como si más que la heredera de unos destiladores que sortearon la ley seca lo fuera de aquellos cazadores de capiteles y columnas rotas. Para ella, "hacer fotos se convirtió en una forma de pensar".
Un día de 1954 la hija pródiga recibió una larga carta de su padre. La acompañaba la imagen de la maqueta del edificio que sería nueva sede de su empresa en Nueva York. "No, no, no, no y no", replicó con espanto. Recordarle aquella respuesta hoy le arranca una carcajada. "Estábamos en una época con los mejores arquitectos desde el Renacimiento y la mejor decisión debía basarse en escoger uno adecuado". A su negativa le aguardaba otra de su temible padre, de tan condescendiente, insultante: podría participar en el proyecto, pero limitándose a escoger los mármoles del vestíbulo. "Pues ya no soy tu hija", le espetó ella.
"Mera extensión"
"Mi padre estaba interesado en sus hijos como mera extensión de lo que él era, pero yo estaba interesada en el arte, que mi padre no consideraba ni siquiera un modo de vida. No tuvimos una conexión emocional, pero lo respeté y cuando quise arrancar el CCA pensé en lo difícil que es liderar algo. Entonces lo entendí mucho mejor", comenta a EL PAÍS.
Phyllis recibió al fin el encargo de escoger arquitecto para el Seagram. Preparó un listado donde aparecía Le Corbusier ("no puede conocerlo nunca y me interesaba muchísimo, pero no creo que su tipo de arquitectura encajase en Park Avenue", confiesa).
También sonó el nombre de Frank Lloyd Wright. A través de un tío de la arquitecta, Wright había oído hablar de que los canadienses de Seagram querían levantar un edificio en Manhattan y presentó un proyecto: "Un rascacielos enorme, de 100 plantas, pero yo ya veía a Wright como de otra época".
La lista incluía otro grande de la arquitectura, Ludwig Mies van der Rohe. Phyllis fue a verlo a Chicago: finalmente, sí, él erigiría la flamante sede. El alemán no tenía reconocido su título en Estados Unidos y se asoció con Philip Johnson, un arquitecto con un claro pasado antisemita. ¿No le importó eso a la familia de Phyllis, judíos? "Yo no sabía nada de eso cuando Mies van der Rohe decidió asociarse a Johnson, pero cuando supe del antecedente antisemita, se lo dije a mi padre, y directamente lo ignoró, y creo que lo hizo porque sabía leer dentro de la gente y no quería tampoco enfadar a Mies, que lo había escogido con buen criterio".
Hizo fotos de mansiones como si fueran personas. La idea era "ponerle cara a cada edificio, como un retrato de familia"
Sin tener formación como arquitecta, Phyllis se hizo con el cargo de directora de planificación de la torre, un enorme lingote de acero, bronce y cristal erigido delante de un espacio limpio, una plaza, que alivia la densa Park Avenue y el cuello de quien quiera mirar hacia arriba para contemplarlo. "Mi trabajo consistía en asegurarme de que Mies construyera el edificio que quería y apartar de él cualquier cosa, cualquiera, que se lo impidiese", reconoció. El presupuesto inicial, "que era ridículamente bajo", se dobló hasta superar los 30 millones de dólares.
"No creo que podamos hablar de un estilo de Mies", recuerda sesenta años más tarde. "Él pensó en qué consistía nuestra civilización, entendió que era una cultura basada en la tecnología y construyó en consecuencia. Decía: 'mi arquitectura son ideas estructurales'. Leía mucho, desde filosofía a libros de soluciones tecnológicas", rememora aún con una palpitación acelerada en la voz.
Un crítico de arquitectura de The New York Times bendijo el Seagram como "el edificio más importante del milenio" en 1999. Phyllis fue crucial en su construcción y se hizo con el respeto de los miembros del equipo, una plétora de hombres mayores que ella. Pero aún no era arquitecta. Se graduó en Arquitectura en el Instituto de Tecnología de Illinois, donde se maravilló con el urbanismo, y se forjó en el oficio tras años de trabajo codo con codo con su padre por elección, Mies, en su estudio.
La muerte de dos padres
La muerte del arquitecto y de su verdadero padre la acercaron de nuevo a Montreal. A finales de los sesenta, la metrópolis quebequesa era una ciudad en decadencia, diezmada por las tensiones nacionalistas del Frente de Liberación de Quebec, un grupo separatista, y la especulación inmobiliaria. La ciudad se rendía, relegada frente a Toronto, la flamante capital financiera del país y, como un símbolo del fin de los buenos tiempos, las grandes de mansiones en estilo Greystone, con sus bloques bastos y torreones acastillados, sucumbían a las retroexcavadoras.
Phyllis trocó entonces su amor al acero por el de la piedra. Recuperó su cámara para captar la decadencia de su ciudad y por ella se movía trípode en ristre. Retrataba una a una el encanto nobiliario de sus fachadas. "¿Por qué ese edificio? Es viejo, lo tirarán abajo", asegura le comentaban los viandantes cuando la veían apostada ante uno de ellos. "Los edificios de piedra gris estaban amenazados, y no quería que en Montreal ocurriera como en Chicago, donde estaban demoliendo edificios de Louis Sullivan". En su lugar, como en el barrio residencial de Milton Parc, se elevaban rascacielos desalmados.
Millonaria y activista
Es en los setenta cuando nace la activista y quizá su apodo, Juana de Arquitectura ("el Quebec de entonces era todavía tan católico que era habitual recibir un sobrenombre religioso"), una multimillonaria metida a protestataria. "Recordé el día en que mi padre me dijo: 'te crees muy lista, pero te podría desheredar', y yo hice como si no tuviera dinero. El dinero te da poder, pero yo estaba interesada en lo que podía hacer yo".
El derribo de una de las casas, la mansión Van Horne, colmó la paciencia ciudadana: aglutinó a una veintena de asociaciones dispersas para formar una organización fuerte de defensa de la arquitectura montrealesa, Sauvons Montreal, que dos años más tarde derivaría en Héritage Montreal para captar fondos que compraran y salvaran algunas casas. La idea fue pelear por ellas, personificarlas con su cámara por toda arma: "Ponerle cara a cada edificio, como un retrato de familia". Aquella iniciativa cuajó en una cooperativa que renovó por completo el barrio de Milton Parc y evitó desahucios.
Junto a Gene Summers, exayudante de Mies van der Rohe, probó suerte también con un viejo hotel en Los Ángeles, el Biltmore, un cajón de mil habitaciones construido en los años veinte a mayor gloria de la nueva era del automóvil y antigua sede de la entrega de los Premios Oscar. "Estábamos seguros de que se podía mejorar mucho la calidad de vida de las ciudades y a la vez prosperar en lo financiero".
"Mi padre estaba interesado en sus hijos como mera extensión de lo que él era, pero yo estaba interesada en el arte"
Su perfil como arquitecta renovadora llegó a oídos del Congreso Mundial Judío y en los setenta, con las ascuas del conflicto arabe-israelí momentáneamente apagadas tras los acuerdos de Camp David, le encargaron renovar una sinagoga abandonada tras la Guerra de los Seis Días, la Ben Ezra, enclavada en pleno corazón religioso de El Cairo junto a iglesias coptas, maronitas y la mezquita más antigua de el Cairo. Phyllis Lambert se obsesionó con documentar al detalle el proceso de rehabilitación, sobre todo tras descubrir que los cimientos de la sinagoga databan del siglo XI. Esas anotaciones minuciosas eran fundamentales. "Fueron el único modo de difundir la existencia de esa antigua cohabitación entre religiones".
Hoy, la arquitecta sigue viviendo en una casa, enorme pero sobria, del Vieux-Montreal, un barrio casado con el río San Lorenzo y sobreviviente de lo más antiguo de la ciudad. Montreal acogerá el próximo otoño una exposición para reinvindicar el Greystone; "el auténtico Montreal", añade Phyllis, que será la comisaria de la muestra. Con 90 años y 75 de carrera tras de sí, sus sentencias siguen siendo sus cimientos, sus vigas, sus andamios: "No soporto los interiores burgueses y no quiero vivir en una casa que represente una clase social".
El día en que Rothko devolvió el dinero por pintar un restaurante
La torre Seagram estuvo muy cerca de convertirse en un santuario de la obra de Mark Rothko, pero el artista, tras aceptar el encargo, se negó finalmente a que sus pinturas colgaran de las paredes del restaurante Four Seasons. Así recuerda el episodio Phyllis Lambert:
"Fue algo muy interesante. Mies le encargó a Phillip [Johnson] el restaurante del edificio, que ocuparía un enorme espacio de la zona este, diáfano porque Mies había quitado la columna de enmedio. La gente que iba a gestionar el local tenían una idea un poco kitsch y para nosotros el arte era muy importante. Creo que fue Phillip el que sugirió a Rothko y me encantó la idea de una serie de pinturas conectadas entre sí. Un día Rothko vino a ver la estancia, que estaba todavía sin terminar: solo había puro cemento en el suelo y las paredes. Supo desde el primer momento que iba a ser un restaurante. Luego dijo que él creía que iba a ser un comedor para el personal, no sé por qué. No recuerdo lo que pidió por el encargo, pero fue muy poco y lo que se le avanzó lo devolvió. Era un tipo muy emocional, aspiraba a ubicar sus obras en una especie de lugares de peregrinación, y eso no iba a ocurrir en un restaurante. Tenía un fondo muy socialista. Tiempo después de que rechazara el encargo, entendí su manera de pensar".
Babelia
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