Jornada de rarezas, una húngara y la otra coreana
'La luna de Júpiter', del húngaro Kornél Mundruczó, y 'Okja', del coreano Bong Joon-ho, tienen en común su extrañeza
Mi memoria del cine húngaro que he visto (y padecido, mayoritariamente) en los festivales de cine me asegura su vocacional rareza. No ya en su temática sino en la forma de narrar las historias. Su último pope, que decidió retirarse hace unos años, fue el aclamado Bela Tarr, alguien capaz de hacer planos fijos de 20 minutos en los que no ocurría nada, aunque la banda sonora estuviera muy cuidada, o de recrearse durante tres insufribles horas y media en lo que imaginó Nietzsche al cruzarse en Turín con un caballo y su afligido dueño. Hace poco tiempo triunfó en Cannes El hijo de Saúl, otra película húngara que retrataba los campos de exterminio nazis con estilo revolucionario, desvinculándose de la narrativa tradicional para describir ese horror. Me aburrí bastante, pero creo que ganó la Palma de Oro.
Al director Kornél Mundruczó, autor de La luna de Júpiter, no le conocía. Tampoco sé si ha tenido algún maestro, pero estoy convencido de que adora las últimas películas de Alejandro González Iñárritu, en especial su inseparable lado místico y su certidumbre de que los espíritus siguen vagando por la Tierra. El arranque es vigoroso e impactante. Describe con realismo y tensión la desesperación de los refugiados intentando atravesar fronteras. Existe un jefe de policía cuyo método favorito de disuasión con lo que él considera una ignominiosa plaga es pegarle cuatro tiros a los que pretenden colarse en su país. Así lo hace con un joven y pobre inmigrante, pero este, en vez de palmarla, descubre que su cuerpo empieza a levitar y se eleva hasta el cielo. Un médico muy cínico y pragmático que ha observado el milagro convence al nuevo ángel de que monten un negocio en el que utilizarán sus poderes mágicos con los desahuciados por la enfermedad a cambio de un pastón. Como ven, el tema es campo abonado para la alegoría, el simbolismo y la paradoja. Es una película bien rodada, con transparente potencia visual, en la que las persecuciones callejeras o de coches no tienen nada que envidiar a cómo lo hace el mejor cine de Hollywood, pero eso no evita que me pierda algunas veces entre tanto laberinto místico, que no tenga nada claro lo que ha pretendido contarme el autor, incluidas varias claves o guiños que parecen afirmar que Jesucristo ha resucitado entre los menesterosos.
Y también me resulta muy extraña Okja, dirigida por el coreano Bong Joon-ho. El autor de películas tan reputadas como Memorias de un asesino y The Host, cuyo cine creo haber descubierto sin excesivo entusiasmo en el Festival de San Sebastián, ya ha abandonado el localismo y es financiado con capital americano, por la plataforma Netflix. Bong Joon-ho dispone de esa estrella andrógina del cine internacional llamada Tilda Swinton, que no logra quitarle el protagonismo a una tierna y graciosa niña coreana. Lo mejor de la película.
Describe el traslado a Nueva York de un cerdo gigante creado artificialmente por una poderosa y siniestra corporación alimentaria. La cría, en cuya granja ha vivido el cerdo y con el que ha mantenido una relación fraternal, le sigue hasta Estados Unidos y es ayudada por una expeditiva y radical asociación en defensa de los animales para lograr que este escape a su negrísimo destino. Es una película contada de forma muy rara. No me molesta pero tampoco encuentro en ella nada apasionante. O tal vez yo no soy el público adecuado para saber disfrutar con sus claves. Es probable que Netflix tenga muy claro que será un éxito entre su clientela. De cualquier forma, resulta insólito saber que a partir de ahora algunas de las películas que se estrenan en los festivales ya no están destinadas a las salas de cine. Todo está cambiando muy deprisa. Qué desasosiego me provoca el nuevo mundo.
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