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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Maestro William Layton

Por sus limitaciones con el idioma, por la sordera y por su humildad, fue un hombre de equipo

Marcos Ordóñez

Entre los grandes shocks teatrales de mi adolescencia figura con letras de oro Historia del zoo, de Edward Albee, en enero de 1974, a cargo del TEI (Teatro Experimental Independiente), dirigido por William Layton, con Antonio Llopis y José Carlos Plaza, en el Poliorama barcelonés. Yo no había visto hasta entonces nada tan intenso como aquello, tan lleno de verdad. Y Antonio Llopis me pareció un actor único, fuera de serie. Por eso me he abalanzado sobre William Layton, la implantación del Método en España,de Javier Carazo (Editorial Fundamentos), quizás el texto más completo sobre el maestro americano, y todos los que a su lado protagonizaron una de las más apasionantes aventuras de nuestro teatro, me temo que desconocida para las jóvenes generaciones.

Hablar del gran cowboy de Kansas es hablar también del grupo formado por Miguel Narros, José Carlos Plaza, Arnold Taraborrelli, Pilar Francés, Paca Ojea, Begoña Valle, Francisco Vidal y un larguísimo listado de profesores e intérpretes que siguen aprendiendo o difundiendo sus enseñanzas en el Laboratorio Layton. Por sus limitaciones con el castellano, por su sordera (a causa de una granada en Iwo Jima) y por su esencial humildad, Layton fue, pues, un hombre de equipo. Cuenta Plaza, que en el prólogo se presenta como “discípulo del señor Layton. Él decía siempre: ‘Yo soy un buen director, aunque no muy bueno; un actor regular y un buenísimo profesor”.

Hace unos años, Carlos Hipólito, que también creció bajo su tutela, me decía: “Era un maestro y un sembrador. Ahora se llama maestro a cualquiera, pero hay muy pocos que, como él, lo sean de verdad”.

El libro de Javier Carazo narra la historia del “señor Layton”, su pasión teatral, y sigue paso a paso (hojas de censura incluidas, como la del salvaje censor que pedía que a Albee le cortaran “la lengua, las manos y el sexo”), a través de múltiples testimonios, los montajes en que participó. Muestra también la esencia de sus “principios fundamentales”: cómo llevar la verdad al escenario, cómo conservar la frescura de un texto después de cien o doscientas representaciones. En este libro me he enterado, por ejemplo, de que el “trabajo de mesa” de Historia del zoo duró dos meses.

He hablado con mucha gente sobre Layton: todos coincidían en resaltar su bondad, su minuciosidad, su generosidad a la hora de ampliar su maestrazgo, como me contó Hipólito, a los grandes actores españoles: “Cuando lo habitual era querer borrar todo lo anterior, él reverenciaba a Mary Carrillo, a Berta Riaza, a las Gutiérrez Caba. Le entusiasmaban. Decía: ‘¡Corred a verlas!”. Su sensatez también era poco corriente. Aprendió de Sanford Meisner, uno de los mejores versos sueltos del Actor’s Studio, pero siempre repetía: “No hay un Método. Hay tantos métodos como actores. ¿Qué es el Método? Es ponerle nombre al sentido común”.

Gracias al formidable trabajo de Javier Carazo, estas conversaciones se han centuplicado. Y las enseñanzas. Ningún aficionado al teatro se lo puede perder.

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