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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La secta del Cifu

Juan Claudio Cifuentes tuvo una vida plena, ahora recogida en una apasionante biografía

Diego A. Manrique
Foto de la boda de Juan Claudio Cifuentes con su esposa, ambos en vaqueros.
Foto de la boda de Juan Claudio Cifuentes con su esposa, ambos en vaqueros.

El libro se llama, cojan aliento, Juan Claudio Cifuentes, una vida de jazz, una vida con swing. Un trabajo de amor, autoeditado por su creador, Antoni Juan Pastor. Que no ha escatimado en medios: reserva 116 páginas para fotografías y documentos; formidable la imagen de su boda, los dos contrayentes con conjuntos vaqueros.

Superficialmente, el tomo cumple generosamente con lo que cabía esperar: el retrato biográfico de un prodigioso divulgador, esencial en la normalización del jazz en nuestro país. Distinguido, enumera Joaquín Estefanía en su prólogo, por "su calidad humana, su saber enciclopédico, su curiosidad intelectual, la riqueza de su vocabulario, su capacidad de improvisación". Resumiendo, un gran comunicador, aunque ese término esté tan desgastado que nos resulta tacaño aplicado a semejante dinamo.

Profundizando, el libro de Juan Pastor abre otras perspectivas sobre El Cifu. Fue un retoño de la llamada Tercera España, esa inmensa mayoría que vio su existencia trastocada radicalmente por la Guerra Civil. En su caso, el hecho de nacer en París, en 1941, le permitió acceder al jazz (y al cine) sin grandes traumas.

Ya en España, la trayectoria vital de Cifuentes nos permite descubrir territorios inéditos, que el autor desarrolla en sabrosas digresiones. Asombra la historia secreta de los primeros clubes de jazz de Madrid, tal vez conectados con la OAS (Organisation de l'Armée Secrète) y la CIA, beneficiados por cierta tolerancia que permitió, por ejemplo, que el Bourbon Street funcionara como refugio gay.

Ocurre que El Cifu estuvo metido en numerosos zafarranchos culturales: la revista Aria Jazz, una industria discográfica en expansión, los primeros pasos de la FM musical, el más duradero de los programas televisivos dedicados al jazz, el boom de los festivales. Asuntos que, en otro país, ya hubieran sido objeto de monografías y que aquí quedan esbozados para investigadores curiosos.

Se suman muestras de su escritura, incluyendo unas humorísticas “últimas voluntades”. Uno lamenta que Juan Claudio no se prodigara en las trincheras periodísticas: en su sentido más noble, era un purista y aguantó impertérrito los chaparrones del jazz-rock o el smooth jazz, sin modificar sus planteamientos. Más de una vez le sugerí la oportunidad de conectar con ese nuevo público de chavales que desembocan en el jazz a través de los rare grooves, pero me miraba con escepticismo.

Y lo entiendo: a esas alturas del partido, no quería ejercer de flautista de Hamelín. Cabeza visible de una secta minoritaria pero orgullosa, exigía un nivel a sus oyentes y esperaba que los aspirantes llegaran por sus propios medios al conocimiento mínimo. Además, aunque universalmente querido, soportaba las mezquindades de trabajar de colaborador en RNE: hasta le pidieron que hiciera programas gratis para Radio 5. Una de sus raras quejas, ya en sus últimos días, era que llevaba 12 años cobrando lo mismo.

Toreaba con elegancia las maldades de la Casa de la Radio: aquel triste funcionario que insistía en que solo podían hablar de música en Radio Nacional los titulados en Periodismo; aquel chivato vocacional que le espiaba para atraparle fumando un cigarrillo y poder abrirle un expediente sancionador. Ajeno a paranoias, nunca se sintió intimidado.

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