Todo son vísperas
Derechos inalcanzables en Estados Unidos, como el permiso remunerado de maternidad, aquí se han vuelto tan cotidianos que nadie repara en ellos
Ahora sabemos algo que hace ni siquiera un año no sabíamos: cualquier cosa puede suceder; que algo sea impensable no significa que sea imposible. En Estados Unidos uno echa de menos las modestas dulzuras y las seguridades de la vida europea. En vísperas de las elecciones francesas y en el raro ambiente de virulencia entre ideológica e identitaria de la Semana Santa española, el ciudadano que vuelve a esta parte de Europa se siente de pronto menos confortado que perturbado por el regreso. La superficie de la vida común es más grata que nunca en estos días de primavera temprana. El aficionado a los paseos y a la gastronomía abreviada de las barras de los bares se asombra de la naturalidad tan distraída con que la gente da por supuesto lo que es una rareza en el mundo, la sofisticación y la simplicidad de la comida, del vino de alta calidad y precio razonable, la cerveza bien espumosa y fría en la ración ideal de una caña. La ciudad es grata y fácil de caminar, y el transporte público excelente. En la calle la gente tiene un aire general de salud que contrasta mucho con los extremos de deterioro, enfermedad y gordura que son comunes en casi cualquier acera de Nueva York.
Puedo imaginar escenas semejantes en otras ciudades de Europa. Si hay un percance no es probable que un policía me arroje contra el suelo o pueda buscarme para siempre la ruina. Si caigo enfermo no correré el peligro de que la falta de un seguro médico privado y muy caro me hunda la vida o me deje endeudado para siempre. Ni en mi país ni en ningún otro de la Europa de la que soy ciudadano los condenados por un delito corren el peligro de ser ejecutados de manera tosca y bárbara, y las cárceles no son infiernos donde los presos queden sepultados en vida. Derechos inalcanzables en Estados Unidos, como el permiso remunerado de maternidad —y ahora, también, más limitadamente, de paternidad—, aquí se han vuelto tan cotidianos que nadie repara en ellos.
Claro que existe la injusticia, la desigualdad, la corrupción, el abuso; en menor grado en Europa que en cualquier otra región del mundo. En Estados Unidos hay casi pleno empleo: en muchos casos los salarios son tan bajos que se puede ser trabajador y al mismo tiempo sin techo, ganar un sueldo y sin embargo quedar a la merced de la asistencia pública. En un informe reciente de la revista New York descubrí que una gran parte de los alojados en los albergues para gente sin hogar de la ciudad no son esos mendigos que se ven por las calles, sino personas de clase trabajadora con hijos pequeños, especialmente mujeres solas. En la guerra metódica contra los trabajadores y los pobres emprendida por el Gobierno de Trump y por el Partido Republicano, casi cada día trae consigo un nuevo ultraje: el más reciente, por ahora, el corte de los fondos públicos, federales y estatales, para la organización Planned Parenthood, volcada a la protección sanitaria y a la ayuda para el control de la natalidad a mujeres trabajadoras en zonas desfavorecidas del país en las que no hay otra posibilidad de asistencia.
Sería triste que nos hiciera falta perder lo que tanto costó ganar para saber apreciarlo, para avergonzarnos de no haberlo defendido
Esto es lo que hay. Este domingo pasado, en The New York Times, el excelente columnista Roger Cohen contaba un viaje por Francia en los días de la campaña electoral que puede concluir con lo impensable, con lo que ya no es inverosímil, la victoria del Frente Nacional y de Marine Le Pen, una más en la caterva de terribles demagogos con el pelo teñido de amarillo que están dispuestos a trastornar el mundo en beneficio de su propia megalomanía narcisista y de los intereses de sus patrocinadores. Como suele sucederles a los ilustrados americanos, sobre todo a los de Nueva York, Roger Cohen siente una reverencia fascinada por todos los placeres y las singularidades de la vida francesa, que son el reverso exacto de la aspereza americana, y que se resumen tal vez en el enigma de que el deleite y la salud, la sensualidad y el trabajo, no tengan que ser incompatibles: que se pueda disfrutar de la comida y no caer en la obesidad; que una vida saludable no tenga que ser desabrida y ascética; que una mujer pueda ejercer al mismo tiempo la maternidad y la coquetería.
Cohen retrata en su crónica un país irreparablemente dividido, entre nativos y emigrantes, entre el centro de las ciudades y las periferias, entre las zonas prósperas y las estancadas y olvidadas. En los mítines de Marine Le Pen escucha corear uno de esos eslóganes que son a la vez banales y terroríficos: “On est chez nous”. Estamos en nuestra casa, entre nosotros, somos los nuestros, los cabales, los auténticos. Para un español que viaja por Francia, sobre todo si es de una generación que todavía se educó en el prestigio de la cultura francesa, del aire de libertad y mundanidad que venía de París en los años del franquismo, el país da una sensación de solidez envidiable: Roger Cohen parece encontrarse solo con gente angustiada, asustada del porvenir, desalojada del presente, remordida por una insatisfacción que parece tan incurable en los intelectuales y los profesores de clase media como en los trabajadores en paro de las antiguas zonas industriales o los emigrantes sin perspectivas ni arraigo. Los únicos que expresan seguridad son los fanáticos.
Un encono semejante, un ensañamiento, observo en España cuando además de recuperar con avidez los placeres civilizados de Madrid me asomo a las zonas menos ventiladas de los periódicos y de esa versión digital de los antiguos retretes masculinos que son ahora las redes sociales. Da escalofrío contemplar la furia que despierta el simple ejercicio de la libertad de expresión; la agresividad grosera que tienen en común personas en apariencia separadas por abismos ideológicos. Siempre sorprende que un odio parecido contra el que va a su aire y lleva la contraria emane de ardientes defensores de la fe católica y de presuntos partidarios de la fraternidad universal. Todo son vísperas. Marine Le Pen y Putin y Theresa May celebran por anticipado las del fin de Europa. Donald Trump y el déspota de Corea del Norte, cada uno con su trastorno capilar, juegan a las vísperas del fin del mundo. Sería triste que nos hiciera falta perder lo que tanto costó ganar para saber apreciarlo, para avergonzarnos de no haberlo defendido.
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