Julia e Irene
Qué regalo esas sangres teatrales que no dejan de bullir y de seguir latiendo. Y de crecer, renovadas
Hará un par de semanas veía en el Poliorama barcelonés Cartas de amor,de A. R. Gurney, que se me escapó en su estreno madrileño, y donde brillan Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán. Mejor no pueden servirse esos personajes que parecen dibujados por Scott Fitzgerald, condenados a adorarse y desencontrarse, que viajan desde la infancia a la vejez, y fue en el tramo adolescente donde brotó el pálpito, el vertiginoso espejo: veía y escuchaba a la gran Julia encarnando a la veinteañera Melisa Gardner, y de pronto me pareció estar viendo y escuchando a su sobrina nieta, la no menos espléndida Irene Escolar.
¡Qué viajes más portentosos tiene el teatro! Escribo “Julia e Irene” y desde luego que muchos pensarán en la añorada Irene Gutiérrez Caba, porque ese, claro está, es el nexo manifiesto, y porque ambas tenían, a mi entender, una mirada esencialmente poética sobre la realidad, más sonriente en Julia, más melancólica en Irene, pero en el Poliorama viajé también hasta un mediodía de verano, en el parador de Almagro: comía con Julia y con Irene Escolar, tía abuela y sobrina nieta, y las vi entonces y las veo ahora como si fueran madre e hija, o mejor, como hermanas en otro universo.
La otra noche repesqué Nunca pasa nada, del año 63, que para mí sigue siendo la mejor película de Bardem. Una coproducción, dos parejas: Antonio Casas y Julia Gutiérrez Caba, Jean-Pierre Cassel y Corinne Marchand. Los cuatro están estupendos, la mirada oscura de Casas, un actor hoy injustamente olvidado, como tantos otros; la rubia alegría prisionera de Marchand y un Cassel muy cercano a Manuel Galiana, pero no puedes quitar los ojos (búsquenla, hagan la prueba) del extraordinario trabajo de Julia Gutiérrez Caba: elegancia de rostro y de gestualidad, extrema delicadeza de sentimientos.
Me maravilló de nuevo la quietud de su pesadumbre en esa ciudad de provincias, su reflorecimiento ante los poemas de Cassel, su desgarro y su fuerza cuando estalla, en un travelling inolvidable, por el engaño de Casas y la hartura de todo.
Y volví a sentir el vínculo con Irene Escolar, el lado soñador y rebelde de ambas, los personajes semejantes: el amor que da lealtad a quien no lo merece en su admirable reina Juana en la serie Isabel, y la tarde de otoño en que sacudió levemente la hermosa cabeza y dijo “¡Cuánta soledad!” con una mezcla de pasmo y pena, apiadándose, comprensiva, ante una de tantas sinsorgadas dicha o puesta por escrito.
Mañana, Irene Escolar estrena en el Pavón Kamikaze, mano a mano con José Luis Torrijo, a las órdenes de Carlota Ferrer, el feroz y trágico Blackbird de David Harrower. Tengo muchas ganas de verla, y de poder repescar pronto su espectáculo sobre Lorca, que también nació en el Pavón, y sé que volveré a viajar, que la veré a ella, y en ella las improntas de Irene, de Julia, de Emilio. Qué regalo esas sangres que no dejan de bullir y de encontrarse, de seguir latiendo. Y de crecer, renovadas.
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