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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

El problema no es Bob Dylan, el problema es nuestro

El músico, un ser radicalmente libre, es coherente con su forma de actuar en su vida al recibir el Nobel

Fernando Navarro
Bob Dylan lee su discurso en la ceremonia de MusiCares en febrero de 2015.
Bob Dylan lee su discurso en la ceremonia de MusiCares en febrero de 2015.Michael Kovac (WireImage)

El problema es vuestro. Ese es el único mensaje que Bob Dylan ha defendido a capa y espada ante el mundo desde que a principios de los sesenta ya le llamaban “mesías” cuando, simplemente –pero qué fortuna-, era un veinteañero con un talento asombroso para crear canciones. El problema es vuestro. Es lo único que no se ha cansado de repetir en multitud de entrevistas mientras el mundo entero buscaba significados profundos a sus letras y prestaba una atención inusitada a cada uno de sus gestos, a cada uno de sus movimientos, a cada uno de sus silencios. El problema es que desde siempre Dylan no está allí donde está su mito, pero nadie se entera, incluida la Academia Sueca del Nobel de Literatura.

Bueno, la Academia Sueca ya se ha enterado, y se podría decir que casi todo el planeta, después del culebrón que ha suscitado su histórico premio, el primero a un músico en toda la historia del galardón más importante de las letras universales. Tras su ausencia el pasado 10 de diciembre en la ceremonia oficial, Dylan recibe ahora el diploma y la medalla del Nobel de Literatura, pero lo hace a su manera: fuera de los focos y aprovechando que toca en Estocolmo. Y, con todo, el galardonado respeta las normas: no estaba obligado a ir a la ceremonia y tenía hasta el 10 de junio para recibirlo y cobrar los 870.000 euros tras una conferencia de recepción, que, en su particular caso, se dice, puede consistir en la interpretación de una canción ante el comité sueco.

¿Otro capricho de la estrella consentida? Puede, pero hay otro mensaje que muy pocos se han parado a pensar. Todo eso que a casi toda humanidad le parece de suma importancia, todo eso que es políticamente correcto, todo eso que no se entiende de otra forma, todo eso que es el mundo oficial, no tiene nada que ver con Dylan, que causó una brecha generacional con su música, lideró la contracultura y lleva desde 1988 inmiscuido en su gira interminable, entregado vitalmente a la carretera y al universo fantasmagórico que guardan sus canciones de blues, folk, country, jazz y góspel. Ahí está Dylan, y sus códigos de relaciones afectivas, contacto humano y admiración pasan por esos trazos, tan marginales en nuestra sociedad actual, tan irrelevantes a estas alturas de siglo XXI dominado por el espectáculo mediático. Según lo que se extrae de su rico cancionero, sus cada vez más escasas entrevistas e incluso su fabuloso y extinto programa de radio, su mundo está ahí, y no en lo que un comité de sabios con chaqué decida. No en lo que decida nadie. ¿Es normal esto? No, no lo es. Y ha quedado demostrado incluso de una manera absurda por su seguimiento, pero al premiado eso no le importa. Esto importa a lo que les importa esto. Simplemente.

Dylan lleva toda su vida luchando por no cargar con las expectativas de nadie, incluidas las del mundo entero

El problema es nuestro. Es así. Ha sido la Academia Sueca la que lo ha decidido, somos nosotros los que lo decidimos, pero no Dylan. A él solo le preocupa preservarse a sí mismo. De forma radical, de forma inconcebible. Como siempre. Ya lo dijo al final del discurso, escrito por él mismo, que leyó la embajadora estadounidense en Suecia en la ceremonia oficial. Y, con su habitual ironía, lo hizo comparándose con Shakespeare, ya que todos le calificaban como el Shakespeare de la música. “Cuando escribía Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas diferentes: ‘¿Quiénes son los actores adecuados para estos papeles? ¿Cómo debería hacerse esto? ¿Realmente quiero establecer esto en Dinamarca?’. Su visión y sus ambiciones creativas estaban sin duda en la vanguardia, pero también había asuntos más mundanos que consideraba y trataba. '¿Cómo será la financiación? ¿Hay suficientes asientos para el público? ¿Dónde voy a conseguir un cráneo humano?’. Apuesto a que lo más lejano de la mente de Shakespeare era la pregunta: ‘¿Es esto literatura?”, apuntó. Y añadió: “Como Shakespeare, yo también estoy a menudo ocupado con la búsqueda de mis esfuerzos creativos y tratando todos aspectos de los asuntos mundanos de la vida. ¿Quiénes son los mejores músicos para estas canciones? ¿Estoy grabando en el estudio correcto? ¿Esta canción está en la clave correcta? Algunas cosas nunca cambian, incluso en 400 años”.

¿Por qué iba a cambiar Dylan ahora cuando nunca lo hizo? ¿Por qué iba a hacerlo cuando se han sucedido los ejemplos en el mundo de la música de su forma imparable de zafarse de todos los símbolos y emblemas que le han querido poner? Como dijo en una entrevista ya en los sesenta, todos aquellos que le llaman genio lo hacen porque ellos quieren que sea un genio, pero no les cree, no quiere saber nada de eso, ni de todos los acontecimientos, reconocimientos y premios que giran en torno a eso. Porque los mismos que le llamaban traidor, cuando decidió dejar de ser el poeta y portavoz generacional del folk para electrificar su música y liderar la revolución del rock marcando el paso a los propios Beatles, pueden ser los mismos que le llamarían luego genio. Es vuestro problema, no el mío. No ha parado de decirlo.

Dylan, que siendo un chaval tuvo que huir de Nueva York porque los fans se colaban en su casa y le pedían explicaciones de sus actos y letras, lleva toda su vida luchando por no cargar con las expectativas de nadie, incluidas las del mundo entero. Salvaguardar su independencia artística y vital ha sido la única manera de continuar, de llegar hasta donde ha llegado, de mantenerse haciendo lo que mejor sabe hacer, de que el rock’n’roll, ese modo de vida con todas sus raíces emocionales y estilísticas, sea lo único que no se pierda en su camino, y por consiguiente, en el nuestro. Hablamos de un tipo que al morir Elvis Presley –“escucharle era como escapar de la cárcel”, dijo una vez- cayó en una depresión durante una semana sin salir de casa ni conectar con el mundo.

Fotografía de 2012 que muestra a Bob Dylan en la Sala del Oeste de la Casa Blanca en Washington, Estados Unidos
Fotografía de 2012 que muestra a Bob Dylan en la Sala del Oeste de la Casa Blanca en Washington, Estados UnidosJIM LO SCALZO (EFE)

Y, al mismo tiempo, Dylan lleva toda su vida haciendo lo contrario que se espera de él. Ahí está su concierto ante el Papa Juan Pablo II, que indignó a buena parte de su gran parroquia dylanita, o sus cambios estilísticos, la mayoría no comprendidos en su momento, como este último en el que revisiona el cancionero tradicional norteamericano de jazz y swing con su voz de cobre. Cuando la Casa Blanca le otorgó la Medalla de la Libertad –el mayor reconocimiento cultural de EE UU-, acudió con gafas de sol y decidió no quedarse en la cena posterior, aunque el presidente Obama quería charlar con él. Tal y como contó Obama en Rolling Stone, ni el presidente ruso le hubiese dejado plantado. Tal vez Obama tenía mucho que decirle a Dylan, pero nadie se pregunta nunca si Dylan tenía, o quería, decirle algo a Obama.

Tampoco acudió a recoger el Pulitzer ni el Príncipe de Asturias de las Artes. La última vez que acudió a una ceremonia fue en la gala benéfica de MusicCares, en la que le reconocieron artista del año. Nadie le esperaba. En su largo y magnífico discurso, cargado de dardos envenenados a la prensa y los detractores y de homenajes a sus héroes musicales, acabó hablando de su admirado Billy Lee Riley, un cantante de rockabilly que solo tuvo un éxito en los cincuenta y luego malvivió toda su vida como un músico de tercera. Ese amigo fue el motivo por el que acudió. “Podía hacerte reventar la calavera y hacer que te sintieras feliz por ello. Podía cambiar tu vida”, dijo. “Pero no lo encontraréis en el Rock and Roll Hall of Fame. No está”. Dylan contó que Lee Riley enfermó. “Y como mi amigo John Mellencamp cantaría porque John ha cantado la verdad -“un día enfermas y no mejoras”-. Eso es de una canción suya titulada ‘Life is Short Even on Its Longest Days’. Es una de las mejores canciones de los últimos años, de verdad. No miento. Y no estoy mintiendo cuando digo que MusiCares pagó las facturas del médico de mi amigo y le ayudo a conseguir dinero para sus gastos. Fueron capaces de hacer su vida confortable, soportable en sus momentos finales. Esa es una deuda impagable. Cualquier organización capaz de hacer eso ha de tener mi bendición”.

Si no rechaza el premio es porque tampoco es su problema que quieran dárselo y pagarle un buen dinero por él

A decir verdad, en su cosmovisión particular, el Nobel no tiene la bendición de Dylan, este artista radicalmente libre, radicalmente suyo y de nadie más, y es eso lo que nos descoloca a todos. Es ese nuestro problema. Pero si no lo rechaza es porque tampoco es su problema que quieran dárselo y pagarle un buen dinero por él. Jamás perdonó Dylan un dólar por hacer su trabajo. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? Simplemente, cumple con las normas para recibir el diploma y el dinero pero en sus términos, a su ritmo, entre concierto y concierto de su gira interminable, como siempre ha hecho, como puede hacer solo un ser radicalmente libre.

En el discurso de MusicCares, acabó con esta frase: “Como dice el espiritual: “Aún estoy cruzando el Jordán”. Espero que nos encontremos de nuevo. Y lo haremos si, como Hank Williams dice, “es la voluntad del buen Señor y el arroyo no se desborda”. Con el Nobel no hemos encontrado a Dylan de nuevo porque el arroyo se ha desbordado de forma histórica, con todo ese ruido mediático y todas las expectativas de la gente puestas sobre él. Hoy cobra el premio que le han querido dar, esta noche toca en Estocolmo, mañana también, luego continúa su gira presentando su nuevo disco triple sobre el viejo cancionero norteamericano en un mundo con cada día menos memoria y nosotros seguiremos diciendo si es un genio o un estafador, admirable o miserable. Y su mensaje solo es uno: el problema es vuestro.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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