Belleza
La lectura de Roger Scruton es una encomiable catarsis que purifica nuestra puntual estupidez
En 1766, el escritor alemán G.E. Lessing (1729-1781), en un ensayo revolucionario titulado Laocoonte o sobre las fronteras de la poesía y la pintura, desvinculó la belleza del arte, porque este poseía un horizonte incomparablemente más amplio, tan solo limitado por la “expresión” y la “verdad”, que no rehúyen la representación de lo desmesurado, ni de lo desagradable. Se produjo entonces una guerra de liberación, no contra el concepto de belleza en sí sino contra su monopolización del arte. Casi dos siglos y medio después seguimos implicados en esta misma batalla que no parece tener fin desde el punto de vista teórico y práctico. Etimológicamente, el término castellano “belleza” o “beldad” procede del latino bellus, que significa “agradable”, “bueno” y “gracioso” aunque los romanos usaron más al respecto el de pulcher, del que se deriva nuestro “pulcro”. De todas formas, aunque lo “bello”, lo “pulcro” y, más raramente hoy, lo “venusto”, no se apliquen ya necesariamente como adjetivos calificativos del arte, siguen teniendo un amplio uso coloquial entre nosotros.
Sea como sea, desde Goya a Damien Hirst a nadie se le ocurre valorar sus respectivas obras como bellas, al menos en su sentido tradicional primigenio. ¿Cómo entonces calificar el arte de nuestra época? Es difícil hacerlo con un arte que solo parece guiarse por la exploración y el cambio, con lo que se comprende que se salve la dificultad empleando para él expresiones no comprometidas como “interesante”. Por todo ello, resulta sorprendente que un reputado catedrático de Filosofía, especializado en estética, como el británico Roger Scruton (Lincolnshire, 1944) haya titulado uno de sus últimos ensayos como La belleza (Elba). Es cierto que el contenido del libro es un formidable resumen didáctico de lo que este término clásico ha significado históricamente en general y para el arte, pero la competencia y profundidad de su relato se inviste al final de una intención polémica recusatoria de en lo que se ha convertido progresivamente el arte de nuestra época hasta llegar al colmo de su miseria estética y moral en la actualidad.
He leído con apasionada fruición el ensayo de Scruton, ameno, erudito y, en principio, bastante ponderado, pero me cuesta trabajo aceptar su diagnóstico catastrofista, basado fundamentalmente en denunciar el equivocado sentido e igualar por abajo los ideales intelectuales y morales de nuestro mundo, lo que es una forma tramposa y decepcionante de entender la justicia social o, si se quiere, de crear “un mundo feliz” en el que nadie tiene nada, ni siquiera el menor criterio. En este sentido, aunque el arte actual se banalice mayoritariamente no deja de ser quizás nuestra única instancia crítica restante porque su facultad inquisitiva, la de preguntar por preguntar, no busca respuestas simplificadoras. No hay que olvidar que los griegos, inventores de los conceptos de belleza y de su asociación con el arte, atisbaron el imprescindible reverso de ambos, con lo que es lógico que nosotros, unos 26 siglos después, necesitemos encarar su envés. Tampoco debemos rasgarnos las vestiduras porque el arte, un producto histórico, tenga caducidad ni porque la belleza deba reinventarse periódicamente. Otra cosa sería que perdiéramos robóticamente la curiosidad, lo cual supondría el final de nuestro ser y nos transformaría en entes replicados pero sin capacidad de réplica. En cualquier caso, la lectura de Scruton es una encomiable catarsis que purifica nuestra puntual estupidez.
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