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Para no morir de (des)amor

El autor recomienda el 'Diccionario de separación', de Andrés Gallina y Matías Moscardi, para los amantes hechos trizas de hoy

Marcel Proust en su lecho de muerte.
Marcel Proust en su lecho de muerte.MAN RAY

1. Separaciones

En cierta ocasión de mi remota juventud en que lo estaba pasando muy mal porque me había dejado una novia (a pesar de mis esfuerzos, siempre he tenido un lado insoportable), y mi narcisismo sangraba herido, alguien quiso ayudarme regalándome un ejemplar de La separación de los amantes, de Igor Caruso (Siglo XXI, 1968), que aún conservo subrayado. Era lo que se llevaba entonces entre mis amigos: te dejaba tu pareja y, ¡zas!, algún alma buena te ponía en las manos, como si fuera el soporífero Camino de Escrivá de Balaguer, el libro de Caruso, uno de los pocos psicoanalistas que había leído a los fenomenólogos y a Heidegger en su propósito de darle al psicoanálisis rigor filosófico, lo que no deja de ser un auténtico oxímoron. El desgarro, el odio, el luto: uno leía “explicado” con teorías realistas lo que sentía con sentimientos, si se me permite el pleonasmo. Desde aquella prehistoria sentimental de finales del siglo XX en que para saber del amor y sus naufragios se recurría, como libros de autoayuda, al Banquete, de Platón; al libro de Caruso, y al aberrante Técnicas sexuales modernas, de Robert Street (Paidós), ha pasado mucho tiempo. Los amantes y sus uniones se han hecho más complejos, menos previsibles y eternos, y los roles han cambiado. Pero las tolvaneras y zozobras del amor siguen emboscadas ahí detrás, también en esta época “pos­amorosa”. Para los amantes hechos trizas de hoy recomiendo el Diccionario de separación, de Andrés Gallina y Matías Moscardi, publicado por el sello argentino Eterna Cadencia, en el que el apenado lector/a descubrirá, entre otras cosas (que sabe o intuye), que la separación “es, también, un género literario (…) que tiene sus propias reglas compositivas, su forma distintiva de encadenar las causas y los efectos, su propio régimen estético, su gramática, su vocabulario”. A lo largo de sus casi 200 entradas (de “abismo” a “zombi”) uno puede picotear, por ejemplo, en la filosofía, la fisiología, la psicología, la literatura y la cinematografía del (des)amor y sus demonios. Y sin la obligación de tenerse que leer el texto todo seguido, sino al azar, como acompañando a los caprichosos vaivenes anímicos de quien ha sido abandonado/a. Y todo con la suficiente ironía y rigor conceptual como para deleitar enseñando, como querían los clásicos. Un libro para tener, junto al Lexatin, en la mesilla de noche. Hasta que pase la pena, que espero que sea pronto.

2. Escalera

Hace unos días saltó la noticia: en un fragmento (poco más de un minuto) de película encontrado en Canadá aparecería el mismísimo Marcel Proust. Después de ver el vídeo correspondiente en YouTube más de una docena de veces, y de leer los argumentos de quienes identifican al escritor (incluyendo a Jean-Yves Tadié, responsable de la última edición de À la recherche en La Pléiade), yo también me he convencido. En la película aparece parte del cortejo nupcial de Élaine Greffulhe descendiendo por la escalera de la iglesia de La Madeleine, donde acaba de finalizar la ceremonia de su matrimonio con Armand de Gramont. Entre la gente, y ataviado elegantemente con una levita gris perla y un bombín como el de Charlot, aparece (durante dos segundos) el gran escritor francés, entonces en su treintena. La película fue grabada en 1904, el mismo año en que otro genio, Georges Méliès, “estrenó” su Viaje a través de lo imposible, y ocho antes de que, un tercer genio, Marcel Duchamp, pintara su estroboscópico Desnudo bajando la escalera, dos obras maestras cuyo recuerdo me ha venido algo incongruentemente a la cabeza. A Proust, como a Dickens, no hay que dejarlo de leer nunca, porque su talento se despliega ante el lector de modo diferente cada vez que se los aborda. Estos días, mientras en el imaginario de mucha gente la fotografía de Proust que le hiciera Man Ray en su lecho mortuorio (noviembre de 1922) era sustituida por la más saludable, pero fugaz, imagen del escritor bajando la escalera del templo, he releído el fragmento de la primera parte de Por el camino de Swann en que el joven narrador descubre a su idealizada duquesa de Guermantes (para la que Proust se inspiró precisamente en Élaine Greffulhe) en la capilla de Combray. Les invito a ver en YouTube el vídeo de la peli rescatada. Y, desde luego, a seguir (siempre) con Proust.

3. Historia

Un efecto colateral del fructífero “pique” o rivalidad profesional entre los editores de Crítica y Pasado & Presente es que Josep Fontana, uno de los grandes historiadores españoles (no sé si a él le agradará del todo esta caracterización) y amigo de los dos, cede periódicamente una obra suya a cada uno. Si Gonzalo Pontón, el editor de Pasado & Presente, se apuntaba un gran tanto con Por el bien del imperio (2011), que constituía un completo repaso —desde el punto de vista de un historiador con el corazón y la cabeza en la izquierda— a la historia del mundo desde 1945, ahora lo hace Carmen Esteban, su antigua discípula y hoy directora de Crítica (Planeta) con la publicación de El siglo de la revolución, otra síntesis generalista de la historia universal desde 1914. En su nuevo libro, Fontana presta especial atención al modo en que el progreso social y los avances del Estado de bienestar, que alcanzaron en los países desarrollados la cota más alta en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como antídotos aceptados por las clases dirigentes contra la penetración de las ideas comunistas, han ido deteriorándose desde que el comunismo dejó de ser una amenaza, al menos en “Occidente”. A lo largo del libro, pero sobre todo en su segunda parte, Fontana vuelve a reivindicar la política como factor histórico explicativo y motor de futuros avances sociales.

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