Depeche Mode, en su torre de marfil
Un nuevo disco y el anuncio de una gira devuelven a la actualidad al trío, que cada vez suena más como una banda de tributo al propio grupo
Han pasado casi cuatro años desde la última vez que Sony convocó a la prensa para escuchar el nuevo lanzamiento de Depeche Mode, y lo único diferente es la localización. Las oficinas de la multinacional Sony son nuevas, por lo demás nada ha cambiado mucho: el mismo ritual de firmar un embargo informativo; las mismas caras, y lo peor, casi el mismo disco. Para describir este álbum casi bastaría con remitirles al texto sobre Delta Machine de marzo de 2013. Spirit, decimocuarto largo de estudio del trío británico, es largo, marcial, pesado, y sobre todo, olvidable.
El álbum se presentaba como una vuelta al principio, a ese periodo confuso en que el grupo buscaba su identidad, cuando a Depeche Mode le dio por flirtear con lo comunista. Ellos siempre fueron más de estética que de ética, por lo que ese coqueteo se tradujo en una apropiación de la iconografía soviética. En la portada del segundo, A Broken Frame (1982) una campesina rusa segaba un campo de trigo con una hoz. En la de Construction Time Again (1983), aparecía un obrero metalúrgico con un martillo en la cima de una montaña. Esas cubiertas eran casi lo mejor de unos álbumes que, en todo lo demás, naufragaron.
Pronto se acabó el sueño rojo. Para Some Great Reward (1984) la foto de boda de una pareja en un astillero es la puerta a un álbum que más bien parece una oda al amor sadomasoquista. Con él retomaron el éxito y cuando en 1986 editaron Black Celebration, ya estaban en otra cosa. Conquistar América, básicamente. Lo hicieron, y aquello cimentó la leyenda de la que hoy siguen viviendo.
Viene esto a cuento porque 30 años después, el sencillo de adelanto de Spirit parecía encajar con aquellos tiempos. “Dónde está la revolución, vamos, gente, me estáis decepcionando”, dice Where’s the Revolution?, primera canción que se conoció del álbum.
Sin compromiso
Falsa alarma. El cabreo es epidérmico; los himnos, aburridos. Es de suponer que el Brexit es un desastre para ellos, su flujo de capitales y la organización de sus giras mundiales. Y no es que esté de moda que los músicos muestren compromiso político, es que si no lo hacen pueden ser señalados con el dedo.
Depeche Mode parece vivir en una torre de marfil en la que nada de lo que les rodea les toca. Según transcurren los años da la impresión de que se sobrevaloró la importancia creativa del vocalista Dave Gahan y el cerebro Martin Gore, y se minusvaloró la aportación de Alan Wilder, que se desmarcó en 1995. Los Depeche Mode del siglo XXI parecen haber decidido ignorar todas las cosas que, en términos de producción podrían haberles influido. Ni el r’n’b estadounidense, (entre sus fans más acérrimas se encuentra Rihanna) ni los jovencitos británicos como James Blake o Jamie XX. De todos los productores a los que podían recurrir han tirado de James Ford, de Simian Mobile Disco, que nunca había trabajado con una banda de esa trayectoria, y sí con la generación de principios de siglo (Klaxons, Foals, Arctic Monkeys).
Casi todas las canciones siguen el mismo patrón: empiezan desde abajo y van subiendo hasta acabar en un clímax, como si los últimos 30 segundos sirvieran para olvidar que ha habido cuatro minutos y medio de tedio.
Dentro de poco saldrán de gira. Arrancará el 5 de mayo en Estocolmo y contará con 32 conciertos en 21 países de Europa, incluida una sola parada en España, en julio, como cabezas de cartel del festival Bilbao BBK Live. Venderán millones de entradas y todo irá bien mientras el centro de su actuación no orbite sobre este disco. Con los éxitos que ya tienen podrían hacer un concierto a lo Springsteen, de cuatro horas y media. Que sus estribillos más memorables sean anteriores a 1997 será algo secundario, como siempre.
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