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Lecciones de Tarkovski para atrapar la vida y el tiempo

Las teorías cinematográficas del director se publican en castellano

Fotograma de 'Solaris', de Tarkovski.
Fotograma de 'Solaris', de Tarkovski.

Hubo un tiempo en el que la imagen era sagrada y los cines, una suerte de templos que propiciaban su reverencia. Una época en la que el cine se alejaba del puro entretenimiento para arrimarse a una conciencia de disciplina artística con vocación de trascender. Uno de los sacerdotes que impartía evangelio cinéfilo en sus películas y en sus libros fue Andréi Tarkovski (Rusia, 1932 - Francia, 1986), del que ahora la editorial Errata Naturae recupera Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo, un volumen inédito en castellano con un barniz teórico —pero apasionante— sobre una visión del cine que persigue un único ideal: “infundir en el hombre la esperanza y la fe, incluso aunque en el mundo descrito por el artista no haya espacio para ella”. Y quizás sea esto, la inclusión del arte en un mundo que no lo merece, la gran conquista del cine de Tarkovski.

Una carrera de solo siete películas

En sus fantásticos diarios titulados Martirologio (Sígueme, 2011) y en algunas de las entrevistas que concedió, Tarkovski contaba que cuando empezaba su carrera cinematográfica, en una sesión de espiritismo en una dacha familiar, se le apareció el fantasma del poeta Boris Pasternak que tanto admiraba.
El espíritu le vaticinó: "Rodarás siete películas". "¿Solo siete?", respondió asustado Andréi. "Solo siete, sí, pero todas serán buenas". La infancia de Iván (1961), Andréi Rublev (1966), Solaris (1972), El espejo (1974), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986) fueron esos siete filmes que le adelantó Pasternak y que le convirtieron en un director tan singular como venerado.

Este ensayo está compuesto por anécdotas de rodajes, secretos, obsesiones, sueños y reflexiones a propósito de los directores que más le influyeron: Bresson, Fellini, Truffaut y, sobre todo, Bergman, cuyo cine analiza minuciosamente. Hay una imagen en Gritos y susurros que Tarkovski recuerda con devoción. Es aquella en la que las hermanas pretenden reconciliarse y el sueco obvia esa parte del diálogo para que irrumpa con fuerza una suite para violonchelo de Bach, generando entonces un “espacio libre, en el que el espectador percibe la posibilidad de llenar un vacío interior, de sentir el aliento de un ideal”. Siguiendo la estela de uno de sus maestros —el también cineasta Eisenstein—, Tarkovski creyó que el haiku —el género tradicional de la antigua poesía japonesa— en tanto que ambos deben desplegar la observación, la exactitud y la precisión para conseguir su último ideal.

En Atrapad la vida se desvelan también algunas de las manías del cineasta ruso: las pretensiones de un determinado cine poético que genera afectación y manierismo, la idea de que el cine no tiene nada que ver con los “trucos” tomados del teatro y la errónea asunción del guion cinematográfico como género literario… A Tarkovski no le era posible hablar a través de un lenguaje ordinario de una obra de arte —de una película—, pues precisamente todo aquello que la rozaba escapaba del lenguaje racional.

Rutina de trabajo

Si en el episodio titulado Los guionistas no existen se pregunta, entre otras cosas, cómo es posible filmar una película con guion de otro (“Un auténtico guion solo lo puede crear el director, o surgir como resultado de una colaboración ideal entre un director y un escritor”), en el capítulo La película y el secreto, el cineasta desvela alguna de las anécdotas y rutina de trabajo con actores. Quizás la más suculenta sea aquella que recuerda del rodaje de Andréi Rublev. Para ese filme necesitaba que el actor Nikolái Burliáiev se hallara en un estado de ánimo frágil y quebradizo. Utilizó un rumorpara lograrlo. “Para mí era necesario que sintiera la proximidad de una amenaza, que se mostrara inseguro”, concluye el cineasta en el libro. Atrapad la vida forma junto a Esculpir en el tiempo un díptico perfecto para comprender la obra teórica de un cineasta que consideraba que el meollo del cine no era sino “la posibilidad de tener un encuentro con el tiempo”. Un director que legó una de las lecciones más hermosas: “Alcanzar la sencillez supone la máxima extenuación”.

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